En unos meses se publica La niña de la estrella…
Novelita de amor y fantasía que escribí en 2001.
Podéis visitar la web que estoy haciendo sobre la novela aquí.
Novelita de amor y fantasía que escribí en 2001.
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Pensamientos ingeniosos de un imbécil de 23 años recién cumplidos
(tras noche en vela con borrachera incluida)
Cuando uno rebaja sus ideales, está rebajándose entero: lo rebaja todo de sí mismo, —incluso, hasta las ganas de morir.
* * *
De acuerdo: la vida –al menos tu vida– es una apuesta perdida… ¡Pero, muchacho, te creía hecho de otra madera!: ¿Acaso esa inexorable pérdida –llámala “trágica”, si eres aficionado a la grandilocuencia–, acaso ésta tu perdición, es excusa para dejar de luchar?
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No hay sentimiento más triste que éste de saberse innecesario: ¡Qué sórdido y asqueroso cuando, en medio de una situación, junto a aquellos a los que considerabas tus amigos, descubres que eres completamente indiferente ––o sea, que, a todos los efectos, da igual que estés o no presente!
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Hermann Hesse –y con él, muchos y muy eminentes pensadores y artistas– afirma que los motivos reales, auténticos –“fundacionales”, podríamos decir– de nuestra conducta permanecen siempre al margen tanto de nuestra consciencia como de nuestra voluntad: esto es, ocultos en algún recóndito rincón de nuestro ser, en el rincón de los instintos –el rincón donde se instalarían estas especies de resortes que, supuestamente, nos gobiernan como a muñecos–.
Pues bien: no estoy de acuerdo, ni con Hesse, ni con nadie que piense lo mismo; bien es verdad que los hombres actúan, en innumerables ocasiones, movidos por oscuros, inconscientes, involuntarios y hasta indecibles instintos, deseos o querencias; pero, sin duda, también es verdad que un ser humano es capaz de actuar con arreglo a su clara, consciente, voluntaria –¿decible, indecible?– decisión. A éste lo llamo yo “torero”, pues se atreve a agarrarle los cuernos a su destino, –aún a riesgo de descornarse–. Lo jodido, a fin de cuentas, no es ignorar por qué hacemos lo que hacemos; lo jodido es averiguar que lo hemos hecho porque otro quiso que lo hiciéramos.
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¿Por qué no vives de tal manera que, a la hora de mirarte al espejo, te enorgullezca enamorarte de ti mismo?
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Algo tienen en común estas palabrejas con los proverbios de Confucio, las máximas de Buda, las sentencias de Mahoma o los preceptos de Jesús: muchos concuerdan en ellos, pero ninguno los practica.
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Algunas consideraciones básicas:
Todos los gobiernos deberían contribuir a la buena vida de los más necesitados, estén donde estén.
Se debería favorecer el desarrollo de los niños superdotados, que por lo general son Grandes por sí mismos y contribuyen al proceso de la Humanidad: Acceso gratuito online a clases de música, lectura, escritura, etc., en todas las lenguas posibles.
Se debería promover una campaña para que nadie en el mundo pasara hambre ni sed: todos los hombres somos hermanos, y quien no entienda esto, mal vamos.
Agua y comida para todos.
Han publicado recientemente en La Charca Literaria uno de mis textos, el siguiente:
El Señor de las Tres Edades
Yo soy el Cronista
El que mama en los pechos de la humanidad
el que todo lo cuenta
y contándolo lo hace digno
de figurar como realidad
el que si no lo cuenta
destierra del mundo lo no contado
El que narra, relata, historia, y si es preciso inventa
lo que pasó, lo que pasa y lo que pasará
Y a veces lo que pasará sucede antes de lo que ahora pasa,
e incluso antes de lo que ya pasó.
Porque algunas historias fueron escritas en el albor de los tiempos,
en el semen de la voluntad,
en la primera línea de mi conciencia.
Y más os vale fabricar a tientas vuestra verdadera historia,
o sea, la que yo he de contar.
Pues muchos hombres se perdieron
por hacer de su vida
una historia equivocada
Y corréis el riesgo
de perecer extraviados
en la Tierra de los Recuerdos
Los recuerdos pasados y futuros
La siempre goteante leche de los recuerdos
Ésta que yo mamo en los pechos de la humanidad
Yo soy el Cronista
El que mama en los pechos de la humanidad
— Pií… Pií… — sonaban monótonos y rutinarios los pitidos del aparato, en estricta consonancia con los quebrados verticales que, al unísono con aquéllos, se dibujaban sobre la línea continua horizontal del monitor.
El aparato estaba conectado mediante electrodos a un anciano que yacía en una cama de hospital: un hombrecillo enjuto y desgarbado, al que por abreviar llamaremos Pi, en cuyas pupilas asomaba a ratos — pese a la enfermedad que lo consumía — un brillo pícaro, como de un niño que está cometiendo una travesura.
Junto a la cama, una anciana — a quien Pi llamaba, en este caso sin asomo de picardía ni desprecio, antes bien con orgullo y extremo cariño, “mi viejita ” — cubría con las suyas, y con cuidado para no despegar el electrodo, una de las manos de Pi.
En aquellos instantes, su viejita peroraba sobre un tal Bernardo Parrales. Este Parrales era un afamado columnista de renombre nacional.
No me fío de la gente que dice de sí misma que son puros y limpios como el agua cristalina de un arroyo de la sierra, o como el mediodía radiante de un cielo sin nubes.
Me fío mucho más de los que reconocen que cometen errores y pecados —o como quieran llamarlos—, y que fallan más que una escopeta de feria… Éstos, entre otras cosas, ante una situación conflictiva hacen examen de conciencia y se cuestionan a sí mismos, admitiendo de antemano la posibilidad de haber incurrido en responsabilidad por sus acciones.
Soy el hijo del rayo
nieto de una centella
alumbrado por una estrella
en la cresta de un soleado mayo
Me han arrancado el corazón
y me he convertido en lengua de fuego
Atizaré con mis ascuas
a todos los cerdos
que pueblan este planeta
Soy el hijo del rayo
nieto de una centella
alumbrado por una estrella
en la cresta de un soleado mayo
Me ha sido otorgado
el don de la palabra hiriente
para grabaros sobre la frente
la cruz de vuestro pecado