23 Ago

En torno a la esencia de la verdad

PLAN DE DESARROLLO DE LA OBRA

EN TORNO A LA ESENCIA DE LA VERDAD

 

CONCEPCIONES FILOSÓFICAS DE LA VERDAD EN LAS ÉPOCAS  DE LA IMAGEN DEL MUNDO Y DEL MUNDO DE LA IMAGEN

IGNACIO Mª IGLESIAS LABAT

 

El Tiempo salvando a la Verdad de la Falsedad y de la Envidia, tela de François Lemoyne, 1737.

El Tiempo salvando a la Verdad de la Falsedad y de la Envidia, tela de François Lemoyne, 1737.

 

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ÍNDICE

 

 

LIBRO I

 

 

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

I. Propósito, objetivos, estructura y método de la obra

II. El problema de la verdad analizado desde la relación entre el sujeto y el objeto de conocimiento

III. Visión panorámica de la trayectoria histórica del concepto de verdad

 

CONCEPTOLOGÍA [DEFINICIONES]

IV. La Verdad: Concepto y Esencia

V. Forma, Esencia, Existencia. Definiciones

VI. Existencia, esencia y forma del ente humano

Destino, azar, existencia

VII. El Conocimiento: Esencia y Concepto

Análisis estructural del concepto de conocimiento

VIII. El Lenguaje: Esencia y Concepto

Sobre el lenguaje

 

ONTOLOGÍA [FACTICIDADES CONSTITUYENTES]

 

IX. El Factum Transcendental de ‘Lo más allá’

X. El Factum Originarium de la Conciencia

XI. El Factum Existentiae del Lenguaje

 

EPISTEMOLOGÍA [FUNDAMENTOS]

 

XII. Reformulación de la pregunta por las condiciones formales de la

posibilidad del conocimiento

XII.1. La pregunta por la formación del conocimiento

XII.2. La pregunta por la verdad del conocimiento

XII.3. La pregunta por la verificación del conocimiento

Reflexiones suscitadas por una conversación

  1. Sobre  la distinción entre concepto y esencia de la verdad
  2. Sobre las condiciones de posibilidad de la verificación del conocimiento

XII.4. Sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento

 

PROYECCIÓN HACIA LA PRAXIS [PROYECTOS]

El progreso real del conocimiento

La forma general del conocimiento

Los conceptos de imagen y representación

La época de la imagen del mundo

La época del mundo de la imagen

De cara al futuro

 

EPÍLOGO [PRINCIPIO Y FIN]

 

Sobre la madre naturaleza y el sentido de la vida

Respuesta a la pregunta ‘¿Adónde vamos?’

 

Argumento antropológico

‘¿Quiénes somos?’

Desde la perplejidad, la mirada del hombre se vuelve sabia

El Soñador

La ética

 

 

: La intención profunda de la presente, y aún por venir, obra filosófica. El filosofar, el filósofo y la filosofía. Sabiduría, la amante inasequible: siempre virgen aunque también madre. El hombre es el ente esencialmente distinto a sí mismo: la contradictoria identidad. La esencia humana, imposible vocación de Dios. La filosofía, forma y manifestación esenciales humanas de la imposibilidad de alcanzar un conocimiento absoluto y, a la par, de la necesidad de alcanzarlo. Este ensayo, en su intención más originaria, otra tentativa imposible de la humanidad ad divinitas. En su propósito explícito, una historia de la concepciones filosóficas de la verdad en las épocas moderna y contemporánea: historia de la filosofía y filosofía de la historia que culmina en la posición metafísica de una nueva concepción de la verdad.

 

 

                                                      INTRODUCCIÓN

                                                                      

 

 

 I. PROPÓSITO, OBJETIVOS, ESTRUCTURA Y MÉTODO DE LA OBRA

 

 

 

Propósito y objetivos del presente trabajo: desvelar las distintas doctrinas de la verdad latentes en el discurso de señalados filósofos modernos y contemporáneos,[1] establecer ‘concatenaciones influenciales’ y aventurar implicaciones epistemológicas entre la obra de unos y otros filósofos; al hilo de este entretejimiento de interrelaciones operantes, apuntar a una reconstrucción reflexiva (que se reconoce siempre tentativa, parcial y provisional) del proceso histórico de transformación filosófica de la Esencia de la verdad (proceso fundamentador de los procesos efectivos de transformación del concepto de verdad); por su parte, esta reconstrucción histórica se endereza a, y se complementa con, el bosquejo de una doctrina alternativa de la verdad. ‘Reconstrucción histórica’ y ‘bosquejo de una doctrina alternativa de la verdad’ son, en esta obra, desarrollos discursivos de una única dirección filosófica: la respuesta a la pregunta onto-epistemológica por la esencia de la verdad. La reconstrucción de la compleja y plural trayectoria histórica del concepto de verdad se efectúa desde y hacia una peculiar concepción de la verdad.

 

 

En la exposición de los objetivos se dibuja o perfila ya el trazado de la estructura general de la obra.

 

Esta obra consta de cinco partes, además de la presente Introducción:

 

* Conceptología

* Ontologia

* Epistemología

* Proyección hacia la praxis (Proyectos)

* Epílogo (principio y fin)

 

 

La Introducción introduce al lector así en el primero como en el segundo de los Libros (cuyos respectivos contenidos son estrechamente interdependientes). Como marco de referencia conceptual imprescindible para una adecuada y positiva inteligibilidad de la obra se expone en primer lugar, tras su propósito y objetivos, el método de investigación y exposición discursiva aplicado en ella. La exposición del método se complementa y apoya en una serie de Tesis Epistemológicas, que proporcionan las herramientas conceptuales de interpretación, análisis y exposición, y otra serie, paralela y complementaria, de Tesis Historiológicas, que posibilitan una visión global, organizada y sistemática de la trayectoria histórico-filosófica del problema de la verdad y el conocimiento.[2]

Seguidamente comienza la investigación filosófica propiamente dicha, que arranca de una primera e ingenua aproximación epistemológica al concepto de verdad, entendiendo ésta, al modo tradicional, como conformidad entre el conocimiento y lo conocido, y poniendo de manifiesto que dicho concepto se fundamenta en la distinción lógica entre el sujeto y el objeto de conocimiento, para esclarecer a continuación los diferentes matices o configuraciones que el concepto de verdad podría adoptar desde la perspectiva de esta distinción básica. Esta primera aproximación reflexiva establece, desde un punto de vista exclusivamente lógico (formal, ahistórico), las posibilidades de ‘juego’ filosófico que el esquema epistemológico sujeto-objeto de conocimiento ofrece, en función de las relaciones posibles entre ambos conceptos (conceptos siempre y necesariamente complementarios: polos de un binomio conceptual), y termina incidiendo en la posibilidad expresa y discursivamente desarrollada por el pensamiento filosófico occidental: la objetivación del sujeto de conocimiento (que coimplica una subjetivación del objeto de conocimiento).

Luego se procede a una sucinta exposición panorámica de la trayectoria histórica del problema filosófico de la esencia de la verdad, que sitúa el contexto históriográfico general en el que se incardinan los estudios pormenorizados y particularizados, efectuados en el Libro I, sobre los discursos en torno a la verdad de determinados filósofos. El libro I consiste, pues, en un estudio histórico-sistemático de las configuraciones filosóficas del concepto de verdad que, en las épocas moderna y contemporánea, han adquirido preeminencia histórica y dejado huella en la trayectoria posterior del pensamiento filosófico occidental. La exposición crítica sucesiva de las diversas doctrinas de la verdad, más o menos relacionadas entre sí por nexos de distinta índole, promueve la progresiva toma de conciencia del hecho de que estas configuraciones filosóficas, o concepciones de la verdad, guardan una u otra relación con la esencia de la verdad, en tanto que la encubren o descubren en unas u otras posibilidades de desarrollo. La relación entre las concepciones filosóficas de la verdad y su esencia depende del filósofo o pensador que las concibe; pero, vice versa (y es aquí más importante la ‘versa‘ que el ‘vice‘), cada concepción de la verdad ‘pone’ al ente humano en una determinada relación con (en una posición con respecto a) la esencia de la verdad, que es a la vez la posibilidad de su existencia (tanto la de la verdad como la del ente humano). De modo que la elaboración discursiva de concepciones filosóficas de la verdad no es en absoluto una cuestión puramente teórica, que afecte sólo a los filósofos, profesores y estudiantes de la filosofía, y demás ratones de biblioteca; antes bien, la relación de la concepción de la verdad con su esencia determina, fundamenta y posibilita los modos efectivos de existencia en que podrá desenvolverse la vida del ente humano. A concepción más profunda, relación más estrecha y, en consecuencia, mayor campo de fundamentación y apertura de posibilidades de la existencia humana: desarrollo de expectativas vitales a la altura de los tiempos que corran.

La cuestión de la distinción, y relación, entre el ‘concepto’ y la ‘esencia’ de la verdad, nos conduce directamente a las investigaciones del Libro II: el proyecto de una concepción filosófica alternativa de la verdad.[3] Bosquejo, trazado y desarrollo de esta posibilidad. El proyecto de una nueva concepción de la verdad que pone su concepto (y al propio ente humano) en una relación más estrecha con su esencia, se con-forma en dos aspectos o tendencias inseparables en la integridad del proyecto: el aspecto discursivo-conceptual, que atiende al desarrollo y uso intelectual de un nuevo modo del filosofar, y el aspecto místico, que atiende al desarrollo y uso vivencial de modos esenciales del existir,[4] y viene a ser como el eco del latido inefable que alienta el acontecer del ‘acontecimiento trascendental’ en que radica así la esencia de la verdad como la esencia del ente humano. Conceptología y Mística: sólida arquitectura conceptual, entre cuyos estratégicos e intencionados puntos de fuga se produce el vislumbre, fugaz y paradójico, de ‘lo más allá’ que hace presencia en el acontecimiento trascendental: eco del silencio, latido inefable del verbo, proyección hacia la infinitud-eternidad del aquí-ahora… Etc. El proyecto de una nueva concepción de la verdad es simultáneamente proyecto de una nueva doctrina filosófica: nuevo sistema filosófico de comprensión del mundo y el conocimiento, sistema abierto mediante puntos centrales de fuga.[5] La síntesis de discurso conceptual y potencia mística se produce en el uso trascendental y, a la vez, trascendente de la expresión ‘SiEnte Venitivo‘, que significa un Concepto Trascendental (fundamental y fundacional) y, simultáneamente (precisamente a causa de su misma significación abierta y abriente), mienta algo más que un concepto. Es un concepto cuya trascendentalidad, al ser pensada con toda radicalidad, ‘empuja’, por así decirlo, al pensador a la trascendencia. El uso trascendental (territorio conceptual) del concepto del SiEnte Venitivo impele a la apertura de lo trascendente (inefable terreno místico). El concepto, a la vez que más que concepto, ‘SiEnte Venitivo’, es el centro de gravedad del nuevo sistema filosófico, por lo que los restantes conceptos trascendentales y formales se fundamentarán en él; de esta fundamentación se derivarán, a su vez, una nueva significación y nuevas posibilidades de uso de tales conceptos. La esencia de la verdad, común a la esencia del ente veritativo, se funda en el acontecer del SiEnte Venitivo. El SiEnte Venitivo hace posible la integración conceptual de los tres tipos de condiciones trascendentales de posibilidad del conocimiento: los fundamentos de su formación, su verdad y su verificación; pero la integración de fundamentos onto-epistemológicos posibilitada por el concepto del SiEnte Venitivo no es meramente conceptual, sino que trasciende la conceptualidad: junto a la integración conceptual de los tres tipos de elementos mencionados, el SiEnte Venitivo integra un elemento no conceptual, ni conceptualizable (pero esencial en la constitución de un conocimiento ‘verdadero’), al abrir, de forma definitiva (es decir, fijando su apertura mediante puntos de fuga del pensamiento), la referencia a ‘lo más allá’ de todo conocimiento. Por tanto, el concepto del SiEnte Venitivo no sólo acota de una manera flexible los factores cognoscibles del conocer, sino que e-voca (apunta a la apertura de) ‘lo más allá’ presente de manera inefable en todo acontecimiento de verdad, presencia ésta que constituye el fundamento trascendente de todo posible conocimiento humano, en tanto que es condición absoluta de posibilidad del propio ente que conoce.

 

 

El método de exposición de las distintas doctrinas filosóficas de la verdad consiste, en primer lugar, en el análisis de las doctrinas en sus aspectos epistemológicos fundamentales. Pero este análisis se conjuga con un doble esfuerzo de síntesis. Por una parte (a nivel intracapitular), se opera la síntesis del punto de vista inmanente a la doctrina filosófica en cuestión con el punto de vista trascendente: la exposición crítica ‘desde dentro’ de la doctrina se complementa con una exposición histórico-epistemológica de la doctrina como posición epistemológica circunstancial ‘puesta‘ entre otras posiciones por el decurso histórico del filosofar. Desde este último punto de vista, cada doctrina de la verdad supone una apertura de posibilidades onto-epistemológicas que las instaura como expectativas filosóficas desde y sobre las que pensar. Por otra parte (a nivel tanto intra- como intercapitular), esta exposición sistemática y crítica de las doctrinas filosóficas, efectuada desde sus puntos de vista inmanente y trascendente, se combina con la exposición historiográfica del desarrollo interactivo histórico de tales doctrinas; en otras palabras: la exposición de los procesos históricos de transformación del concepto de verdad. Con este fin se intercalarán, al principio o al final de determinados capítulos, o bien en capítulos específicos, interludios textuales que in-formen el y del proceso histórico del pensamiento filosófico.[6]

 

La Clave Hermenéutica que se toma como punto de partida del análisis de las conceptualizaciones filosóficas de la verdad es la relación estipulada por cada pensador entre el sujeto y el objeto de conocimiento (la relación sujeto-objeto explícita en los textos y la implícita en las doctrinas, inmanente y trascendente a los discursos filosóficos examinados).

 

 

Las tesis epistemológicas condicionan y fundamentan el análisis, la exposición y la evaluación críticas de las doctrinas filosóficas.[7] Estas tesis brotan de una reformulación radical de la pregunta por la posibilidad del conocimiento humano. La pregunta kantiana por las condiciones trascendentales de posibilidad del conocimiento humano se efectúa desde el presupuesto implícito de la posibilidad de su verdad. La explicitación de este presupuesto, y su suspensión (puesta en tela de juicio), retrotrae la pregunta a posiciones epistemológicas más originarias. La pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento se revela entonces, en su reformulación radical, como pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la formación, la verdad y la verificación del conocimiento humano. Esto es, se desmembra en tres preguntas. La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la formación del conocimiento arroja la siguiente respuesta: las categorías ideales de el ‘yo’ y la ‘realidad’ (puntos de referencia respectivamente interno y externo del pensamiento) son las que hacen posible que el conocimiento pueda formarse.[8] La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la verdad del conocimiento muestra, en su responderse, las categorías conceptuales de el sujeto y el objeto de conocimiento como condiciones que posibilitan la verdad del conocimiento (condiciones que hacen posible el que pueda siquiera hablarse de ‘la verdad’ de un conocimiento, en la medida en que su concepto sólo puede formarse desde el fundamento de la distinción entre sujeto conocedor y objeto conocido). La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la verificación del conocimiento evidencia que éste sólo puede verificarse por medio de la acción humana en el mundo: la experiencia, la producción y la praxis son las condiciones que hacen posible verificar el conocimiento. Las condiciones que dan cuenta de las preguntas por la posibilidad de la formación, la verdad y la verificación del conocimiento pueden llamarse, respectivamente, condiciones epistémicas, epistemológicas y veritativas de la posibilidad del conocimiento. Son en todo caso condiciones formales. La forma pura del conocimiento en sentido estricto viene constituida, entonces, por la integración de las categorías epistémicas, las categorías epistemológicas y las condiciones veritativas. Ésta es la tesis epistemológica central, en la que se contienen las tesis fundamentales, ya mencionadas, que afirman: (1) que el conocimiento sólo puede formarse en base a la referencia, implícita o explícita, a las categorías de el ‘yo’ y la ‘realidad’; (2) que la verdad (como concepto) del conocimiento se fundamenta en la distinción entre el sujeto y su objeto; (3) que el conocimiento sólo puede verificarse en la práctica de la experiencia productiva.

 

Las Tesis Historiológicas posibilitan una visión holística y evolutiva del problema de la esencia de la verdad. (1) La tesis del progreso del conocimiento filosófico[9] (a semejanza del conocimiento científico, pues tienen homogeneidad formal[10]) en forma de expansión discreta en anillos discéntricos: saltos cualitativos que expanden bruscamente el horizonte de expectativas filosóficas, y que se efectúan mediante síntesis epistemológicas revolucionarias. (2) La tesis de la interacción entre la comprensión del pasado y la proyección de expectativas de futuro. Etc.

 

     Criterios historiográficos y recursos expositivos: principios historiográficos de la exposición en aras de su coherencia, consistencia y claridad. Ejemplo paradigmático: el principio de economía expositiva: no acudir al comentario contextual-referencial sobre las circunstancias epocales (por ejemplo, los conocimientos científicos o de otra índole de la época y la valoración intelectual de tales conocimientos, la situación política, acontecimientos históricos, etc.), en tanto no sea estrictamente necesario para el esclarecimiento, justificación o explicación de la posición epistemológica adoptada por el filósofo en su discurso.

 

EL PROBLEMA DE LA VERDAD ANALIZADO DESDE LA RELACIÓN ENTRE EL SUJETO Y EL OBJETO DE CONOCIMIENTO

 

 

 

  1. Por «verdad» se entiende comúnmente la «conformidad de las cosas con el concepto que de ellas se forma la mente», o bien la «conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa».[11] La primera de estas dos acepciones del término viene a ser su definición epistemológica, mientras que la segunda constituye su definición moral. Este último significado de la verdad alude a la veracidad o sinceridad de quien conforma sus palabras a su sentimiento o a su pensamiento. Es esta alusión implícita al sujeto que la dice lo que la define como verdad «moral». A la verdad moral se contrapone la mentira, no tanto en cuanto «falsedad», como en cuanto «engaño»: pues el moralista no hace hincapié en la disconformidad de lo dicho con lo sentido, pensado o sabido en que incurre la mentira, sino en su carácter intencional. La intencionalidad, así de la verdad como de la mentira morales, las señala a ambas como el resultado de actos conscientes y voluntarios del sujeto que en cada caso las dice (quien ha de poseer potencialmente la facultad de la veracidad, y al par la de la mendacidad -las cuales, en realidad, están coimplicadas entre sí: o se poseen las dos, o ninguna-, para constituirse, en el terreno de las declaraciones verbales, sujeto moral -pues no aparece la moralidad donde no haya una cierta libertad de elección y acción-). Al ser el producto de acciones humanas deliberadas, ambas -la verdad y la mentira en sentido moral- quedan sometidas a enjuiciamiento ético.

 

Existe, sin embargo, un modo de conformidad de lo dicho con lo sentido o pensado completamente amoral. Tal es el caso propio de la conformidad que guardan con su referente interno subjetivo los testimonios de quien acierta a expresar adecuadamente sus ideas o afecciones. Verdad, entonces, como efecto de la perfección expresiva -«perfección», ya sea en el sentido de «exactitud» (vgr., el empleo del lenguaje matemático en la expresión de teorías físicas), ya en el sentido artístico (vgr., la excelencia del poeta en la evocación de sentimientos).

 

 

  1. La primera de las definiciones de la verdad arriba citada es, según ya dijimos, su definición epistemológica, puesto que se refiere a la verdad de nuestras ideas o conceptos sobre las cosas, o sea, de aquello que entendemos que las cosas son; esto es, se refiere a la verdad del conocimiento. En realidad, no es otra cosa que una formulación del concepto tradicional de verdad: la verdad como conformidad, correspondencia o concordancia entre la cosa y su conocimiento. De modo que, frente a la verdad moral, consistente en la conformidad entre lo dicho y lo pensado, la verdad epistemológica radica en la conformidad de lo pensado con la cosa en la que se piensa. Ambos tipos de verdad son estructuralmente idénticos, y son también adyacentes. Estructuralmente idénticos, pues uno y otro se muestran como una conformidad entre dos términos. Adyacentes, porque comparten un término común: el pensamiento; ahora bien, mientras que éste ocupa la posición «absoluta», por así decirlo, en la verdad moral -pues es el otro término (o sea, lo dicho) el que debe esforzarse en concordar con él-, en la epistemológica se ve desplazado a la posición «relativa» -ahora es él quien precisa a-similar-se a su correspondiente (o sea, la cosa)-. La diferente naturaleza de ambos tipos de verdad queda también señalada en el hecho de que a la verdad epistemológica no cabe, en principio (desde un punto de vista ingenuo), oponerle la falsedad de la mentira, sino la del error.

 

 

  1. La presente investigación acerca de las doctrinas de la verdad contenidas en los discursos de algunos destacados filósofos concierne exclusivamente a la verdad epistemológica, o verdad en sentido extramoral. A la cual, según ya se ha dicho, la define la tradición -la tradición filosófica occidental- como una conformidad entre dos términos, el término real (la res) y el mental o intelectual (la idea o inteligencia de esa res). Tomando como punto de partida esta definición, cabría figurarse la verdad como un puente tendido entre lo real y su conocimiento. Pero esta figura metafórica de la verdad es engañosa, en tanto que induce a considerarla como una especie de ente bípedo, el cual apoyaría un pie sobre el terreno real, y al par dejaría caer el otro en el entendimiento. Sin embargo, la verdad carece de «pies»: su aparente bifrontalidad proviene de la proyección, en ella, así del dominio real como del epistémico; pero la verdad no es, en rigor, más que una suerte de relación entre ambos: una relación de con-formidad. Desde un punto de vista ideal, podría representarse esta relación como una relación especular entre la realidad y su conocimiento. Resulta bastante correcto, de hecho, imaginar la verdad como un espejo: ese fidedigno espejo de superficie absolutamente lisa que revertiría al entendimiento la cosa real, al reflejar en aquél su imagen idéntica, la réplica mental exacta. Conviene insistir en la uniforme tersura del espejo: su mínima rugosidad o curvatura implicaría ya una verdad de-forme.[12]

 

 

  1. El símil del espejo ilustra el hecho de que la verdad no habita en el entendimiento[13]: la verdad, idealmente concebida a la manera de un espejo, se situaría entre la cosa real puesta a su frente y su fiel «reflejo» intelectual; residiría, por lo tanto, no en el mismo entendimiento, sino entre éste y su objeto de reflexión.

 

Lo que induce a considerar, erróneamente, al entendimiento como sede o residencia de la verdad es el hecho de que ésta se predica del conocimiento, y no de las cosas mismas (las cuales, consideradas en sí mismas, ni son verdaderas ni falsas; simplemente existen). Ahora bien: precisamente este mismo hecho indica que, en tanto que la verdad es siempre verdad del conocimiento, no puede ser, a su vez, conocimiento mismo; puesto que no es conocimiento, supera los límites del entendimiento ‑comprendido éste, en sentido kantiano, como la facultad de conocer-: la verdad trasciende el conocimiento.

 

 

  1. Lo cual acarrea la siguiente consecuencia, a saber: la indemostrabilidad de la verdad del conocimiento. Verdad es verdad del conocimiento. Mas, por esto mismo, no es conocimiento propiamente dicho. En consecuencia, no puede conocerse. Tratar de conocer la verdad del conocimiento -de cualquier conocimiento- es empresa imposible, escalada del infinito. Pues semejante empeño, de satisfacerse, proporcionaría el conocimiento de la verdad del conocimiento. Pero este nuevo conocimiento requeriría, a su vez, ser verdadero: habría entonces que aventurarse en pos de la verdad del conocimiento de la verdad del conocimiento. Y el conocimiento de esta verdad demandaría una nueva verdad… Y así, ad infinitum.[14]

 

En este juego de palabras no se ha hecho otra cosa que proceder lógicamente. Pero si la lógica, aplicada al problema de la verdad del conocimiento, nos conduce al infinito, ello sucede porque cabalgamos sobre la nada: pretendemos arrastrar el conocer más allá de los límites del propio conocimiento. La imposibilidad de certificar la verdad del conocimiento puede describirse imaginariamente recurriendo, de nuevo, al símil del espejo: para adquirir la certidumbre de que un conocimiento es verdadero, sería menester viajar a través del espejo y aterrizar con las entendederas en el otro lado -o sea, el lado real-, a fin de examinar ‘sobre el terreno’ la presencia real ‘desnuda’ -la realidad ‘en sí’- y comprobar que, en efecto, el ‘original’ se identifica con la ‘copia’ -con su imagen intelectual-. Ahora bien: resulta que el único medio de acceso a la realidad con el que contamos es, precisamente, el propio conocimiento.

 

«Bueno, ¿y qué? -puede objetarse-: no veo ninguna complicación en mirar la realidad y compararla con el conocimiento»; objeción que revelaría una total incomprensión de lo que acaba de explicarse: pues eso es precisamente lo que no puede hacerse. Porque, cuando se «mira» la realidad, se está ya, velis nolis, conociéndola. Y lo que se compara, entonces, es tan sólo un conocimiento con otro conocimiento de la relidad: no poseemos realidad, tan sólo (supuesto) conocimiento suyo.

 

 

  1. Queda, por consigiente, manifiesta la indemostrabilidad de la verdad del conocimiento —acerca de cualquier cosa real—. De aquí el aire de espejismo que toda Verdad, mayúsculamente proclamada Tal, connota ante los ojos del teórico del conocimiento.

 

En ningún momento se ha negado la posibilidad de obtener un conocimiento verdadero. Lo que se excluye es la posibilidad de saber a ciencia cierta que ese conocimiento es verdadero.

 

De modo que cualquier conocimiento sobre la realidad es incierto.[15] Todo conocimiento referente a lo real es, en última instancia —o mejor dicho, en primera— una creencia. Por lo cual, el acto de sentenciar la verdad de algún conocimiento es, a su vez, una apuesta; quizá no una apuesta ciega (puesto que disponemos de indicios, sospechas, probabilidades… de los que echar mano a la hora de emitir nuestro juicio), pero una apuesta a fin de cuentas.

 

 

  1. Hay, no obstante, un ámbito de conocimiento donde es legítimo vindicar la verdad absoluta —la Verdad— del conocimiento en dicho ámbito obtenido: el ámbito de las ciencias formales (Lógica y Matemática). La certeza sobre la verdad del conocimiento lógico o matemático proviene de que, dada la verdad como concordancia entre el conocimiento y la cosa conocida, hay en estas disciplinas, no ya mera concordancia, sino identidad entre el uno y la otra: las «cosas» que se «conocen» en la Lógica y la Matemática, los objetos del conocer formal, son conceptos, objetos mentales. Los puntos de partida de toda teoría formal son los elementos, las variables, las funciones, y las reglas o principios de transformación. Los dos primeros, designaciones simbólicas de objetos indeterminados con las cuales operar; las segundas, creaciones de la mente humana. De modo que cualquier problema formal imaginable remitirá su solución a unos axiomas ideales, esto es, ideados. Pero encontramos entonces que el insoluble problema de las disciplinas formales es, no ya su verdad, que es incuestionable, sino su realidad: )Qué status ontológico poseen, consideradas con independencia de su existencia mental? El contenido de tales disciplinas, )es una extracción directa de la realidad, o un artificio humano útil para someterla, obligándola a que funcione de un modo determinado? (dilema éste que se agudiza al referirlo al esqueleto matemático de las teorías físicas). [Sin embargo, hay que tener cuidado con los términos: si las ciencias formales fueran un ‘artificio’ de los seres humanos, serían en todo caso un artificio inevitable; pues es claro que el pensamiento humano sólo puede desenvolverse de acuerdo a formas lógicas (por ilógicos que puedan ser sus contenidos).]

 

La identidad entre el objeto formal y su conocimiento, en modo alguno se invalida porque se le arrostre el proceso empírico, mediado por determinaciones psico-sociales, al través del cual los pensadores de carne y hueso absorben los modos lógicos y matemáticos de pensar, se adueñan mentalmente de los raíles lógicos y las estructuras formales, y fabrican con ellos nuevas redes viarias por las que transitar: pues, por poner un ejemplo, el teorema de Pitágoras (ontológicamente falso para determinadas circunstancias físicas) es el mismo ahora que en la época del ilustre sabio, aquí y en China; en otras palabras: su verdad no depende, ni de los hechos físicos, ni del contexto sociocultural, sino de unos postulados matemáticos.

 

 

  1. Hemos distinguido, en el problema de la verdad del conocimiento, entre el término mental, y el correlato real al que aquél debe conformarse. Sin embargo, no hemos especificado en qué consisten ‘lo’ mental y ‘lo’ real. Embarcarnos en una definición fundamentada de ambos conceptos excedería las pretensiones de la presente introducción, en tanto que uno y otro exigen, respectivamente, el concurso de una psicología y de una ontología. Contentémonos con precisar, transitoriamente, que el adjetivo ‘mental’ se aplica aquí exclusivamente a las representaciones intelectuales del pensamiento y lo concerniente a ellas (es decir, que se excluye de él toda alusión a los procesos psicofísicos que acompañan a tales representaciones), y que por ‘real’ se entiende, en principio, todo aquello que existe de suyo, esto es, que ofrece resistencia a la percepción, la voluntad y la conciencia del conocedor.

 

 

  1. El lugar epistemológico de lo conocido o cognoscible es el dominio objetivo. El lugar epistemológico del conocimiento es el dominio subjetivo.

 

Realidad es siempre realidad de algo. Se atribuye realidad a los objetos. Objeto es todo lo ‘puesto’ o ‘arrojado’ (-iectum) ‘delante de’ (ob-) algo o alguien. Objeto de conocimiento es, pues, lo puesto delante del conocedor. Su carácter de ob-stáculo, que lo ex-pone ‘resistente’, provoca que, al enfrentarse o ser enfrentado a alguien, sea re-conocido como ‘real’.

 

Conocimiento no es sólo conocimiento de algo (referente a ello); es también conocimiento de alguien (perteneciente a él). Éste, quien se enfrenta al objeto de conocimiento, es el sujeto conocedor o cognoscente, o sea, el ‘arrojado’ o ‘puesto’ (de nuevo, –iectum) ‘debajo de’ (sub-) el conocimiento, y por ello so-porte, ‘portador sobre sí’ del conocer.

 

El sujeto es, junto al objeto, la condición absoluta de posibilidad de la verdad del conocimiento; al menos, mientras la verdad se conciba como conformidad entre el conocimiento y lo conocido. [Schopenhauer]

 

El subiectum y los obiecta de conocimiento son las dos categorías epistemológicas que fundamentan el concepto de verdad como conformidad. Pues, implícita o explícitamente, la distinción analítica entre ambas categorías -la subjetiva y la objetiva- constituye el eje de la teoría del conocimiento que instituye tal concepto de verdad: conocer sería un abatir, en torno a dicho eje, ‘lo que hay’ en el campo objetivo, sobre el campo subjetivo -el entendimiento- del sujeto, a fin de lograr su correcta impresión, imagen o representación intelectual. La perfecta coincidencia entre lo representado y su representación sería la verdad.

 

 

  1. La distinción, y separación[16], entre el sujeto y el objeto de conocimiento no sólo es la columna vertebral del concepto tradicional de la verdad; es, incluso, la condición de posibilidad sine qua non del mismo conocimiento: pues para que haya conocimiento se requiere que previamente haya sujeto que conozca (incluso, aunque no sea consciente de su conocer); y, por otra parte, no hay sujeto conocedor sin posibles objetos a conocer que le salgan al paso.

 

 

  1. De modo que el concepto tradicional de verdad, que la presenta como la conformidad entre el conocimiento y lo real, se asienta en la distinción lógica entre el sujeto y el objeto de conocimiento. Pero semejante distinción elimina la posibilidad de obtener un conocimiento absoluto, esto es, de demostrar la verdad del conocimiento; porque, en el momento en que se distingue entre sujeto conocedor y objetos a conocer, el primero se escinde de la realidad objetiva, enfrentándose a ella: la observa, pero no forma parte suya. En otras palabras: el sujeto es parte del conocimiento; no puede, en buena ley, erigirse también en juez. Así pues, salvo el conocimiento lógico‑matemático (que, en rigor, no es conocimiento de lo real), todo conocimiento es, por así decirlo, refractivo, puesto que no emana de la intuición, sino de la reflexión. Y en tanto que refractivo, incierto. Es el humano un conocimiento pusilánime.

 

 

  1. Dado que nada le repugna más al filósofo que un conocimiento pusilánime, no es de extrañar la existencia de unas cuantas y empeñadas tentativas, algunas muy loables, de elaborar un concepto alternativo de ‘verdad’. La modificación del concepto de verdad exige la alteración de su equilibrio entre el polo subjetivo y el objetivo del conocimiento. Hay, a priori, tres modos posibles de violentar este equilibrio: uno, atribuir la verdad exclusivamente al objeto de conocimiento; dos, atribuirla al sujeto; y tres, anular o superar la distinción entre ambos.

 

En el primer caso, en el que la verdad se concibe como atributo del objeto a conocer, se incurre en el objetivismo, bien en forma de escepticismo («nada puede conocerse»), bien de positivismo («los hechos son los hechos»), o de misticismo («Dios/Lo Uno/el Arte/Equis… es la verdad»).

 

Al hacer recaer la verdad en el sujeto, uno se hace reo de subjetivismo: relativismo («cada uno porta su verdad»), solipsismo («la verdad soy yo») o intersubjetivismo («la verdad es la consagración social de una opinión», «Pongámonos de acuerdo!»).

 

 

  1. El tercer modo de atentar contra la verdad como concordancia, la eliminación de la barrera lógica entre el sujeto y el objeto, supone un compromiso, una especie de pacto de reconciliación entre los dos polos cognoscitivos, a fin de conseguir, o recuperar (si alguna vez la hubo), la comunión del yo con la realidad. Dentro de esta opción pueden, en principio, adoptarse dos posturas: o bien se vuelve al objeto sujeto de conocimiento (animismo, panteísmo), o bien, a la inversa, se objetiva el sujeto. Una síntesis de ambas posturas puede observarse en las doctrinas de cuño oriental según las cuales el microcosmos interior es la llave de acceso al macrocosmos universal, por homología de las partes constitutivas. En realidad, la objetivación del sujeto de conocimiento implica siempre una correspondiente subjetivación del objeto de conocimiento, y viceversa.

 

Por «objetivación del sujeto de conocimiento» se entiende el establecimiento de condiciones y recursos que permitan la constitución epistemológica del sujeto cognoscente qua objeto y, consiguientemente, su estudio y conocimiento objetivos. Por «subjetivación del objeto de conocimiento» se entiende el establecimiento de las cualidades, propiedades y relaciones que, si bien son intrínsecas al objeto de conocimiento, proceden de la subjetividad de quien lo conoce o trata de conocerlo. Objetivación del sujeto y subjetivación del objeto son, por así decirlo, estrategias de investigación epistemológica: el desarrollo de posibilidades epistemológicas fundantes, determinantes o -más modestamente- desocultantes de condiciones de posibilidad del conocimiento humano. El examen de las definiciones dadas explica la concomitancia de sus procesos de producción: investigar las propiedades y relaciones subjetivas constituyentes del objeto supone preguntarse por la constitución cognoscitiva, objetiva y objetivante, del sujeto; de la misma manera que el estudio de las condiciones objetivas constituyentes del sujeto implica la interrogación por la naturaleza y constitución propias del objeto. Ambas estrategias o posibilidades epistemológicas son caras de una misma moneda, aspectos de una misma respuesta a una única pregunta: la pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad del conocimiento.[17]

 

III. VISIÓN PANORÁMICA DE LA TRAYECTORIA HISTÓRICA DEL CONCEPTO DE VERDAD

 

 

 

La objetivación del sujeto de conocimiento, y su correspondiente subjetivación del objeto, viene a ser el camino histórico que progresivamente ha ido recorriendo la filosofía occidental: desde la vieja exhortación socrática del conócete a ti mismo hasta la culminante crítica kantiana de las condiciones subjetivas de la posibilidad del conocimiento objetivo, y su ulterior radicalización con el desarrollo del idealismo alemán.

 

La objetivación histórico-filosófica del sujeto de conocimiento, más que un pacto definitivo de superación de la dicotomía sujeto-objeto, viene a ser una especie de tregua estratégica, por obra de la cual el sujeto se pone temporalmente a merced del «enemigo», se ex-pone en territorio objetivo, a fin de descubrir «sus fuerzas y debilidades», su peculiar disposición cognoscitiva, de modo que, así prevenido y preparado, pueda en consecuencia dominar con seguridad el campo «de batalla».[18]

 

 

El primitivo concepto griego de la verdad, operante entre los filósofos presocráticos, la concibe como un des-ocultamiento (à-lethéia), acción y efecto de desocultar, lo que presupone la noción de una esencia oculta en la aparencialidad de las cosas, que el sabio (sophós, modelo humano al que aspira y tiende el philosophós) tiene que desentrañar. Puede afirmarse, con reservas, que este concepto de la verdad es un concepto ontológico, en tanto que no se fundamenta en la distinción (epistemo)lógica entre sujeto y objeto de conocimiento, sino que apela al ser inmanente a las cosas y común a todas ellas, que es trascendiente a su aparencialidad cambiante.[19]

La conocida sentencia de Protágoras «El hombre es la medida de todas las cosas» no apunta, como pudiera parecer y parece de hecho, a un subjetivismo filosófico avant la lèttre, sino a un relativismo de las convenciones humanas, -frente al carácter absoluto del ser, patente en las disposiciones naturales-. La frase protagórica se enuncia desde la perspectiva ontológica de la inclusión de la percepción y el conocimiento humanos en la esfera del ser en que, precisamente, le es dado al hombre percibir y conocer: su presente. Desde su momento, cada hombre percibe lo percibido -lo que se presenta en la presencia de su presente-, moderando las posibilidades de percepción y limitando, por su propia limitación, el horizonte perceptivo. Por esto, el hombre es ‘medida’ en el sentido relativo de ‘moderación y límite’, no tanto de lo percibido mismo, como de la percepción de lo percibido, y no en el sentido absoluto de ‘medida de todas las medidas’, -como llegará a serlo en la filosofía moderna.[20]

 

Platón, mediatizado por la influencia de Sócrates, concibe la verdad como rectitud de la representación enunciativa (orthotés). Platón entiende el conocimiento de las cosas como la aprehensión intelectual de su idea o ‘aspecto’ esencial. Pero a las ideas sólo accede quien emprende el camino o método adecuado para su efectiva aprehensión. La verdad se instala entonces en la rectitud de la ‘mirada’ intelectiva (acción de conocer) del ‘ojo’ que mira (sujeto), por obra de la cual se impresionarán en la ‘retina’ (entendimiento o conciencia) ‘imágenes’ correctas (conocimiento verdadero) de ‘lo visto’ (las cosas).[21]

 

Aristóteles.[22] Destacar: [1] Definición formal de la verdad como correspondencia entre el conocimiento y lo conocido. [2] Planteamiento epistemológico empirista, frente al planteamiento intelectualista de Platón. [3] Desarrollo y definición de conceptos básicos para toda la filosofía occidental posterior: la ‘percepción’, la ‘experiencia’ y el ‘intelecto’; la ‘forma’ y la ‘materia’; la ‘potencia’ y el ‘acto’. [4] La distinción entre conocimiento primero ‘por su saber’ (orden intelectivo en que se conoce), y conocimiento primero ‘por su ser’ (orden de los fundamentos ontológicos).

 

El neoplatonismo. Filón, Plotino.

 

 

 

Cristo -Dios hecho hombre- y el cristianismo. Doctrina de la revelación divina. Creacionismo: inauguración histórica de una concepción hermenéutica de la Historia, entendida como totalidad evolutiva con principio y fin en Dios creador. Concepción de la libertad moral. (Influencia decisiva de estas dos concepciones cristianas en la trayectoria de la filosofía occidental, y muy especialmente en el pensamiento alemán moderno y post-moderno: considérense Hegel, Heidegger.)

 

San Agustín y su doctrina de la illuminatio por el Maestro interior. El cogito agustiniano.

 

Los escolásticos desarrollan formal y materialmente el concepto de verdad como adaequatio rei et intellectus, si bien lo definen en primera instancia como una adaquatio rerum (creandarum) ad intellectum (divinum), y sólo derivadamente como adaequatio intellectus (humani) ad res (creatas). Lo primario y fundamental en la filosofía escolástica es, por tanto, la concepción teológica de la verdad. En la época medieval el pensamiento filosófico cristiano establece, por vías diversas, de diferentes maneras y con distintos procedimientos lógicos, tanto una fundamentación ontológica de la realidad (valor teo‑ontológico de la verdad) como una fundamentación epistemológica del conocimiento humano (concepción teo‑epistemológica de la verdad) en el Entendimiento divino. Aunque, en el estudio de la realidad material (física y ciencias naturales), los filósofos medievales se rigen por el concepto epistemológico de la verdad, este concepto se sustenta en la premisa de que la concordancia del conocimiento humano con las cosas conocidas descansa en la voluntad divina, en cuyo plan de creación ocupa un lugar central la criatura humana, creada a imagen y semejanza de su Creador.

En conexión esencial con la subordinación del concepto epistemológico de la verdad a su concepto teológico se encuentra la posición clave que los escolásticos atribuyen a un tipo singular y único de conocimiento, sin el cual los restantes conocimientos pierden su posibilidad de fundamentación, validez y justificación última. Este tipo especialísimo de conocimiento es el acontecimiento de la revelación de Dios, que condiciona desde el principio al fin la posición y el valor que la filosofía medieval asigna al conocimiento humano dentro de la totalidad de lo existente (la Creación y, más allá de ella y del mismo concepto de ‘realidad’, su Creador, ens transcendens). A la revelación sólo puede accederse por medio de la fe, actitud vital y disposición de acceso a la esencia transcendente de la realidad que difiere esencialmente de la actitud puramente intelectual, que por sí sola no conduce sino al extravío del conocimiento en el laberinto de las meras opiniones. De aquí que un problema central de la filosofía medieval sea el de la relación mediante entre la razón y la fe, problema que se agudiza en el siglo XIII con la difusión en Occidente de la obra aristotélica, las transformaciones sociopolíticas y los avances científicos. Esta relación se postula en unos casos relación de complementariedad (Agustinismo, el credo ut intelligam de San Anselmo de Canterbury; Sto. Tomás de Aquino), y en otros de franca oposición (Sigerio de Bravante, adalid del averroísmo latino y su teoría de la doble verdad).

Pero hay también una tercera posibilidad: la de estipular que entre la fe y la razón no media relación alguna (Duns Escoto, Guillermo de Occam); desde este punto de vista, la razón y la fe son fuentes distintas de dos tipos de saber totalmente heterogéneos, cuyos dominios de objetos no guardan relación alguna entre sí. A la razón le corresponderá el dominio de la experiencia sensible, a la fe el saber trascendente relativo a lo divino y lo espiritual. Al adoptar esta perspectiva, Occam persigue asegurar la absoluta libertad y la omnipotencia divinas; con ello, sin embargo, no sólo restringe la esfera de uso de la razón, sino que al mismo tiempo la libera de los dogmas de fe. La separación que Occam establece entre fe y razón, su nominalismo, y el rasurado ontológico que aplica a la realidad con su «navaja» (Entia nulla necessitate non sunt multiplicandae), preparan el advenimiento de la filosofía y la ciencia renacentistas.[23]

 

 

La concepción renacentista de la verdad: el retorno al humanismo. ‘El hombre, medida de todas las cosas‘: la sentencia protagórica[24] es subvertida por los pensadores humanistas del Renacimiento, legitimada como principio válido y veraz de conocimiento, y elevada a la categoría de canon legislativo del conocer. Antropocentrismo y antropomorfismo onto-epistemológicos. Los albores de la ciencia y la filosofía modernas.[25]

 

 

Los místicos españoles. Sta. Teresa de Ávila y San Juan de la cruz.

 

 

Descartes, en su discurso metafísico,[26] hace aún en buena medida teología, pero introduce, con su sistema filosófico, un cambio fundamental con respecto a la ontología escolástica: la existencia del yo es anterior e independiente, en su demostración intelectual, a la suprema existencia divina. Se resquebrajan los cimientos teológicos que sustentaban la filosofía medieval; concretamente, Descartes sustituye su piedra angular, la revelatio Dei, por el cogito.[27] De este modo, la filosofía cartesiana supone el comienzo de un repliegue progresivo del problema de la verdad y el conocimiento hacia la subjetividad humana que conoce. Era preciso volver la mirada al hombre para caer en la cuenta de su papel activo en la ‘creación del mundo’ o elaboración del conocimiento. De tal forma que en el pensamiento kantiano el hombre, al través de la epistemología, toma conciencia de su grandeza y, a la par, de su pobreza: vuélvese ‘legislador’ de la realidad; pero también, simultáneamente, ‘esclavo’ de su peculiar forma de conocer aquélla (de las condiciones subjetivas de la posibilidad de su conocimiento). Descartes, en cuanto que analiza el modo de conocer de los seres humanos (Regulae ad directionem ingenii), es precursor de Kant. Sin embargo, cree todavía en la realidad ‘en sí’ (literalmente ‘objetiva’, y no ‘objetivizada’ por las condiciones subjetivas de posibilidad del conocimiento). No es consciente, por tanto, de las implicaciones de su análisis del modo humano de conocer -por lo que no las desarrolla en absoluto‑. Tales implicaciones consisten en la objetivación del sujeto de conocimiento, con la concomitante subjetivación del objeto cognoscible, y la relativización del conocimiento al sujeto que conoce. Es importante consignar, a este respecto, la decisiva relevancia que, a partir de Descartes, cobra en la filosofía moderna el concepto de conciencia, es decir: la perspectiva de la subjetividad, que unifica el conjunto de las representaciones subjetivas y discrimina ahora, desde el criterio de la certeza, lo real y verdadero de lo que no lo es.[28]

 

 

El racionalismo moderno. Racionalismo en sentido amplio y en sentido restringido. Spinoza. Leibniz.

 

 

El empirismo inglés se inscribe en el movimiento general del racionalismo moderno, entendiendo por ‘racionalismo moderno’ el desarrollo histórico de la tendencia filosófica del pensamiento caracterizada por la posición central que la razón ocupa así en la constitución del conocimiento como en el estudio de su posibilidad de verdad: la razón concebida como el órgano principal del conocimiento.[29] El empirismo se caracteriza, frente al racionalismo espiritualista cartesiano, por el postulado básico de que todo conocimiento humano procede de los datos sensibles.[30] En consonancia con este postulado, los empiristas abordarán el problema de la validez del conocimiento desde el estudio de su origen en la experiencia sensible.

 

Hobbes. Locke. Berkeley.[31]

 

 

Hume precisa el postulado básico del empirismo inglés, radicalizándolo, mediante el concepto de ‘impresiones’, de las que derivan las ‘ideas’.[32] Por una parte, Hume afirma que todos los conocimientos se derivan de las impresiones, incluídos los razonamientos lógicos y matemáticos; pero, por otra parte, Hume denuncia la ilegitimidad de todo conocimiento que no sea directamente fundamentable en las impresiones. Es decir, que concibe las impresiones no sólo como origen, sino también como fundamento del conocimiento posible. A partir de este principio de verificación del conocimiento, Hume estimará que la necesariedad y universalidad atribuidas a los conocimientos científicos no son sino ficciones, elevación a la categoría de ‘leyes’, de meras regularidades observadas en la experiencia. El «hábito» y la «costumbre» aparecen entonces como los verdaderos principios del conocimiento, en un doble sentido: en un sentido estricto, puesto que toda generalización acerca de la experiencia se deriva de ellos; pero también en el sentido de que son ellos los que conducen a la falsa ilusión de que podemos conocer, y conocemos de hecho, leyes necesarias y universalmente válidas acerca de los objetos de la experiencia. Desde este punto de vista estrictamente apegado a lo sensible, Hume recusa la pretendida validez apriorística de los conocimientos matemáticos y deroga el principio de causalidad (pues no tenemos impresión alguna de la supuesta «conexión necesaria» entre el efecto y su causa), así como las tres sustancias metafísicas tradicionales: Dios, la realidad exterior (mundo), el yo. Sin embargo, Hume observa una diferencia fundamental entre el proceso por el que el supuesto de la causalidad llega a estipularse como ley, y el proceso por el que se llega a la hipóstasis de las tres sustancias. En el primer caso, se concluye la realidad de una conexión ideal entre dos fenómenos, a partir de la observación de que sus impresiones correspondientes se suceden regularmente la una a la otra en la experiencia; en el segundo caso, se concluye la realidad de entidades para las que no existe impresión alguna. Así pues, mientras que el ‘principio de causalidad’ consiste en la mera generalización infundada de una regularidad existente y observable, el postulado de una realidad exterior y subsistente a las impresiones parece revelar un acto de ‘construcción’ puramente intelectual.[33] En cualquier caso, la crítica de Hume al ‘conocimiento necesario’ ejercerá en Kant una influencia decisiva, como éste mismo testimonia en repetidas ocasiones.

 

 

La revolución de la física mecanicista: Newton.

 

 

Kant tiene muy en cuenta la crítica radical de Hume a la posibilidad del conocimiento: por una parte, Kant acepta que el origen de todo conocimiento (aunque no, desde luego, su fundamento) radica en la sensibilidad; por otra parte, admite también que ni de las cosas, consideradas en sí mismas, ni de los datos sensibles, pueden derivarse la necesidad y la universalidad en sentido estricto atribuibles, según el parecer de la época, a los conocimientos científicos.[34] Por ello, la investigación epistemológica kantiana incidirá, no tanto en los objetos mismos, como en los aspectos o elementos que averigüe necesarios en su configuración objetiva; puesto que no hay -no puede haber- en la experiencia necesidad a priori, tales aspectos necesarios para la constitución del objeto qua ‘objeto’ deberán proceder de la subjetividad, por lo que proporcionarán la clave del modo necesario de conocer del sujeto humano; en otras palabras, permitirán la deducción de su propia constitución cognoscitiva.[35] Como efecto reactivo, esta constitución se convertirá, a su vez, en criterio conforme al cual discriminar lo ‘legalmente’ cognoscible (lo objetivo) de lo que no lo es. Éste viene a ser, muy simplificadamente y sin literalidad terminológica, el argumento epistemológico de Kant.

Observa Kant que, puesto que los aspectos o elementos necesarios para la constitución del objeto en el marco de una experiencia posible han de ser a priori de la experiencia, en tanto que son necesarios, tienen a la fuerza que ser aspectos formales del objeto de conocimiento (lo mismo que del conocimiento objetivo); en efecto, si fueran materiales sólo podrían provenir de la experiencia, que se nutre a su vez de la sensibilidad; serían entonces a posteriori de la experiencia y dependientes de ella: meros aspectos contingentes en la constitución del objeto conocible y su conocimiento objetivo. A los aspectos formales necesarios (consituyentes) del objeto los llama Kant las condiciones trascendentales de posibilidad del objeto en general de la experiencia y de la experiencia en general de los objetos.[36]  Estas condiciones son siempre subjetivas, en el sentido de que provienen necesariamente de la forma de la subjetividad en su conocer. El hecho de que las condiciones de posibilidad condicionen y posibiliten así al objeto conocible como al conocimiento objetivo, señala la posición epistemológica en la que se sitúa Kant: el establecimiento de una relación esencial de coimplicación entre el sujeto y el objeto de conocimiento, que tiene una doble consecuencia: de una parte, se subjetiva el objeto de conocimiento (en tanto que sólo puede constituirse en tal mediante sus condiciones objetivas de posibilidad, procedentes de la subjetividad cognoscente) y, de otra, se objetiva el sujeto de conocimiento (en tanto que la deducción de las condiciones subjetivas de la posibilidad del conocimiento -deducibles gracias a la estricta restricción del conocimiento a la experiencia posible- descubre su constitución cognoscitiva). Obsérvese que, entre los paréntesis, hemos adjetivado a las condiciones de posibilidad tanto de ‘objetivas’ como de ‘subjetivas’; pues bien, esta ambivalencia epistemológica de las condiciones de posibilidad es intrínseca a la doctrina kantiana del conocimiento. Las condiciones son subjetivas porque proceden de la subjetividad humana; y son objetivas porque forman el objeto de conocimiento de una forma necesaria y universal para toda subjetividad humana.

Las condiciones de posibilidad del conocimiento consisten, básicamente, en las formas puras de la intuición (espacio y tiempo) y las categorías o reglas puras del entendimiento humano; o más bien: consisten en la aplicación esquemática ‑constitutiva de los juicios- de estas categorías a objetos de la experiencia, por medio de la operación fundamental de la síntesis, consistente a su vez en «el acto de reunir diferentes representaciones y de entender su variedad en un único conocimiento» (KrV, B 103). La síntesis es una función espontánea del entendimiento (Cfr. ob.cit., B 130), y se produce en varios niveles o esferas de conocimiento, si bien todo acto de síntesis se fundamenta en último término en la síntesis trascendental de apercepción: La representación Yo pienso, que «ha de poder acompañar a todas las demás» (B 132).

Kant acepta explícitamente el concepto tradicional de la verdad -su «definición nominal»-: verdad es «la conformidad del conocimiento con su objeto». Pero también precisa que, por lo que a la materia (contenido) del conocimiento concierne, «no puede exigirse ningún criterio general sobre la verdad del conocimiento, puesto que tal criterio es en sí mismo contradictorio», en tanto que un criterio general haría abstracción de todo contenido del conocimiento, y la verdad empírica se refiere precisamente a esos contenidos. En cambio, añade Kant, en lo referente a la forma del conocimiento, la analítica trascendental que él pone en pie constituye una lógica de la verdad, puesto que explicita las leyes universales y formales del entendimiento y de la razón a las que todo conocimiento debe conformarse. Así pues, el criterio lógico (atinente a la forma del conocimiento) de la verdad «constituye una conditio sine qua non, esto es, una condición negativa de toda verdad. Pero la lógica no pasa de aquí. Carece de medios para detectar un error que no afecte a la forma, sino al contenido».[37]

Mas la doctrina kantiana de la verdad, según es expuesta en la Crítica de la razón pura, no se limita a informar sobre la verdad formal del conocimiento, sino que añade también algo sobre su verdad material; algo precisamente decisivo, a saber: que es posible la certeza de la verdad (material) de un conocimiento empírico (científico), y por qué y cómo lo es. La posibilidad de la certeza, o aprehensión de la verdad, del conocimiento queda asegurada por la deducción de sus condiciones de posibilidad, y fundamentada en ellas. Fundamentación indiscutible, por cuanto las condiciones de posibilidad del conocimiento objetivo son a la vez las condiciones de posibilidad de los objetos que se conocen. Ahora bien, esta fundamentación del conocimiento posible no puede llevarse adelante sin pagar un precio por ella: el conocimiento humano no puede entonces referirse, bajo ningún concepto (nunca mejor dicho), a la realidad ‘en sí’, sino que debe restringirse a la realidad fenoménica, esto es, a la realidad tal como se manifiesta a la subjetividad humana; los objetos conocidos no son las cosas en sí mismas (númenos), sino los objetos tales cuales son conocidos por el ente humano.[38]

Una importante consecuencia del planteamiento kantiano es que el propio sujeto de conocimiento debe quedar sometido a las reglas a priori del entendimiento o condiciones formales de la posibilidad del conocer; de acuerdo con ello, el sujeto sólo puede conocerse a sí mismo como fenómeno: «sólo conocemos nuestro propio sujeto en cuanto fenómeno, no según lo que él es en sí mismo» (B 156).[39] En otras palabras: frente a Descartes, Kant niega la posibilidad de la intuición intelectual, admitiendo sólo la sensible, por lo que el autoconocimiento, obrado a través del sentido interno, resulta ser un conocimiento objetivo -como los restantes conocimientos-, y jamás un conocimiento absoluto. Los idealistas alemanes, empezando por Fichte, no aceptarán esta conclusión kantiana (conclusión que, por otra parte, parece tener muy presente la crítica humeana a la concepción de la identidad personal).

La obra de Kant supone un hito en el pensamiento filosófico occidental, sólo comparable en sus consecuencias históricas al conjunto de los Diálogos platónicos, el Nuevo Testamento o la obra completa de San Agustín. Kant es el forjador de una síntesis filosófica revolucionaria que, por obra de una reconducción de la totalidad de los problemas metafísicos al campo de la teoría del conocimiento (y su consiguiente reformulación en clave epistemológica) consigue elevar la actividad filosófica, en una especie de salto cualitativo, a una posición epistemológica definitivamente superior, desde la cual se domina un inédito y más anchuroso horizonte de expectativas conceptuales y filosóficas desde y sobre las que pensar, así el ser de la realidad, como el ser del ente humano que trata de conocerla y conocerse a sí mismo como parte integrante suya (tendencias básicas y complementarias del pensamiento hacia el ser que, en su inevitable y obligatoria interconexión, promueven el discurso filosófico). A este respecto, es significativo que Fichte, el inmediato y rebelde prosélito de Kant, titule su sistema filosófico: Teoría de la ciencia; y es que Kant constituye a la epistemología, de manera definitiva e irreversible, en centro de gravedad de la problemática filosófica (más precisamente: en epicentro temático[40]). No es menos elocuente el hecho de que la primera obra fundamental de Hegel -su Fenomenología del Espíritu– sea ya una ‘historia de la filosofía’ (aunque todavía abstracta) que, además, se desarrolla en términos de relaciones evolutivo‑dialécticas entre el sujeto y el objeto de conocimiento (expresiones estructurales de un único Espíritu que atraviesa diferentes momentos en la marcha hacia su Absoluto). Y es que Kant agota las posibilidades del racionalismo moderno, al exprimirle toda su savia al concepto de una ‘subjetividad trascendental’ ahistórica y radicada en el individuo in abstracto. Es menester entonces que la filosofía, para proseguir su marcha ()Hacia dónde? Quién sabe), adopte la forma constitutiva de una historia de la filosofía (y, simultánea y complementariamente, la forma constituyente de una filosofía de la historia).[41]

El pensamiento kantiano supone, desde un punto de vista inmanente a su desarrollo, la culminación y fin del racionalismo moderno, mientras que, desde un punto de vista trascendente, es el comienzo de una nueva etapa de la filosofía: un viraje esencial en la concepción de la verdad (la fórmula tradicional de la «concordancia» exhala con él su último aliento[42]); y, en consonancia con este viraje, la instauración de nuevas formas del filosofar. Sin embargo, a Kant le ocurre lo que a Moisés: gracias a su sacrificado esfuerzo el pueblo (el pueblo de los filósofos, en su caso) arriba a tierra fértil; pero él está destinado a quedarse en el umbral.

 

 

Descartes es, por su posición epistemológica, un subjetivista. Es el suyo un subjetivismo substancial en el que el yo, intelectualmente autointuido como evidencia, se identifica con el sujeto de conocimiento y se constituye en fundamento epistemológico de todo conocimiento posible. El ego concluye la existencia de Dios (fundamento ontológico del conocimiento) de la necesidad existencial inherente a la condición de su representación subjetiva, y se abre con ello a sí mismo la posibilidad de alcanzar una certeza apodíctica de sus conocimientos acerca de los objetos (la realidad), en tanto que Dios, por su absoluta perfección, no puede querer engañarle. Es significativo que Descartes le adjudique a la materia sensible, como su atributo esencial, la extensión: esta cualidad asegura la perfecta adecuación de las evidencias matemáticas («concepciones claras y distintas» puramente intelectuales) a los objetos de la experiencia sensible.

Hume, por el contrario, es un objetivista. Es el suyo un objetivismo escéptico que concibe los objetos como origen y fundamento del conocer. Ahora bien: como los objetos son pensados desde la perspectiva del sujeto, resultan ser incognoscibles en su mismidad, por lo que no hay garantía alguna (no hay posibilidad de certeza) de un conocimiento verdadero. El propio conocimiento del sujeto, en tanto que se concibe como entidad objetiva y substancial, es rebajado a la categoría de ilusión (que podría, casualmente, coincidir con su realidad).

Kant adopta una posición objetivamente subjetivista, a la par que subjetivamente objetivista. Es el suyo un subjetivismo trascendental objetivizante. Según kant, la subjetividad trascendental posibilita el conocimiento de los objetos. En cierto modo, Kant invierte el planteamiento de Hume, superando así sus conclusiones escépticas. Hume piensa el objeto desde el sujeto, y, al situar el fundamento del conocimiento en el primero, niega, desde su instalación en el segundo, la universalidad y necesidad de cualquier conocimiento humano. Kant, por el contrario, radica en un primer término su investigación en el objeto (su punto de partida lo constituyen la universalidad y necesidad de que brota la constitución objetiva); de aquí vuelve su mirada hacia el sujeto‑que‑conoce‑el‑objeto, y pone en él el fundamento del conocimiento objetivo (la unidad del objeto, asegurada en último término por la propia unidad del sujeto). Cabe afirmar en este sentido que, frente a Hume, Kant piensa el sujeto (la subjetividad) desde el objeto. Para sortear las tesis humeanas, Kant establece una distinción entre el origen del conocimiento (la intuición sensible) y su fundamento (operaciones de síntesis que se fundamentan en la síntesis de la unidad trascendental de apercepción). Pero esta distinción acarrea la consecuencia de que la realidad objetiva (la realidad desde el punto de vista humano) es sólo mera realidad fenoménica (la realidad tal como se manifiesta en la experiencia), y no realidad en sí (la realidad en su ser absoluto, con independencia de la sensibilidad). Aunque, paradójicamente, Kant tiene que admitir la existencia de cosas en sí,[43] por más que no nos sea posible su conocimiento y tengamos de ellas tan sólo un concepto límite puramente negativo.[44]

La paradoja estriba en que, al admitir la existencia de cosas en sí, como base de los fenómenos, Kant parece extender la aplicación de la categoría de causalidad más allá de la esfera de la experiencia posible. Simmel, en su Kant, lleva a cabo una defensa de este peculiar uso kantiano de la categoría de causa: «Sólo son diferencias dentro de la representación misma las que Kant caracteriza mediante la contraposición entre la cosa en sí y el fenómeno, y no la diferencia absoluta que media entre la representación en general y lo que cae fuera de la representación. […] En realidad, al hablar aquí de la ‘causación’ de nuestras sensaciones sólo se expresa una cualidad interior de ellas, que es la de presentarse ante nuestra conciencia de un modo peculiar, al que damos el nombre de pasividad o receptividad… Por tanto, con la aplicación de la categoría de causa no se trata de conocer aquí, en modo alguno, la cosa tal y como en sí misma es, sino solamente tal y como es para nosotros, es decir, en nosotros mismos.» (Citado por Cassirer en El problema del conocimiento…, FCE, vol. II, pp.695-696.) Esta argumentación, pese a su sutileza, es muy discutible. A Kant no se le objeta, en modo alguno, que con la aplicación de la causalidad llegue al conocimiento de la cosa en sí. Es evidente que Kant no pretende ni intenta este conocimiento, sino que, muy al contrario, se pronuncia una y otra vez en contra de su posibilidad. Lo que se achaca a Kant es el hecho de que, a través de la categoría de causa, llegue al mero conocimiento de que existe la cosa en sí. Ahora bien: parece ser que Kant no incurre en  contradicción a este respecto, puesto que sostiene que «Evidentemente, «ser» no es un predicado real, es decir, el concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa.» (A 598/B 626). Pero poco después añade: «…sea cual sea el contenido de un concepto, tanto en su cualidad como en su extensión, nos vemos obligados a salir de él si queremos atribuir existencia a su objeto. En los objetos de los sentidos ello sucede relacionándolos, de acuerdo con las leyes empíricas, con alguna de nuestras percepciones. En el caso de los objetos del pensar puro, no hay medio ninguno de conocer su existencia, puesto que tendríamos que conocerla completamente a priori. Pero nuestra conciencia de toda existencia (…) pertenece por entero a la unidad de la experiencia. No podemos afirmar que una existencia fuera de este campo sea absolutamente imposible, pero constituye un supuesto que no podemos justificar por ningún medio.» (A 601/B 629). Mas, )qué ocurre entonces con el supuesto kantiano de la existencia de cosas en sí en general? ¿De qué «medio» se vale para «justificarlo»? Justo es advertir, sin embargo, que con estas palabras Kant trata de refutar la posibilidad de una prueba ontológica de la existencia de Dios; su argumentación no se dirige, pues, contra la posibilidad de demostrar la existencia de cosas en sí, indeterminadas, sino contra la posibilidad de demostrar la existencia de un objeto trascendental supuestamente determinado de una forma puramente intelectual. No hay en el primer caso, por lo tanto, un «salir del concepto para atribuirle existencia al objeto», puesto que en realidad no hay ‘concepto’ (sino como mero límite negativo) ni tampoco ‘objeto’ (sino como meros supuestos absolutamente indeterminados); y sin embargo… se sigue teniendo la impresión de que la categoría de causa ha trascendido aquí la estricta categorialidad, aplicable tan sólo a la esfera de lo sensible.

 

Kant se plantea el problema de la relación entre el sujeto y el objeto de conocimiento desde una perspectiva estrictamente (epistemo)lógica. Desde el momento en que la relación lógica de vigencia entre el sujeto y el objeto se concibe como una relación ontológica (ideal o real), esta relación se interpreta como una relación metafísica de «inherencia» o de causalidad, lo que contradice el sentido y uso estrictamente fenoménicos de la categorialidad kantiana: «Contradice a esta concepción tanto el hacer brotar los conceptos y verdades últimos de la acción de las cosas en sí existentes sobre el sujeto como el empeñarse en ver en ellos productos necesarios de este sujeto mismo. Tanto da, para estos efectos, que consideremos las cosas, en sentido realista, como el fundamento de la verdad o que, en sentido idealista, busquemos el fundamento de ella en el «espíritu»: de un modo o de otro, damos dogmáticamente por supuesta una determinada relación sustancial o causal anterior a todo conocimiento, y la invocamos como fundamento para explicar el conocimiento mismo. Es verdad que en el mismo kant no se evita la apariencia de semejante derivación. El paso decisivo se había dado a partir del momento en que el espíritu mismo, en que la «apercepción trascendental», en vez de ver en ella exclusivamente la expresión condensada de la unidad de los principios sintéticos, volvió a pensarse en la forma de una cosa del alma o de una capacidad anímica. La «revolución del pensamiento» llevada a cabo por Kant quedaba, en el fondo, revocada a partir del instante en que el conocimiento se hacía proceder y en que la verdad del conocimiento trataba de justificarse partiendo de un dato originario del ser, de una determinada «naturaleza» del objeto.» (Cassirer, en El problema del conocimiento…, FCE, t.III, pp.510-511.)

 

La Crítica de la razón pura tiene una falla central que hace peligrar la totalidad de sus conclusiones, y que se manifiesta en una doble fisura. Del lado subjetivo, la síntesis, operación fundamental del entendimiento, se concibe como el producto de una «función anímica», lo que presupone el concepto de una ‘alma’ o ‘espíritu’ que soporte dicha función. Del lado objetivo, la intuición sensible, base empírica del conocimiento, requiere para su explicación de la existencia, si no de la cosa en sí, sí cuando menos del concepto negativo de la cosa en sí.

 

 

La ‘falla’ de la KrV hará posible que Fichte, aún considerando que su teoría de la ciencia «concuerda plenamente con la teoría kantiana y no es otra que la kantiana bien entendida»,[45] considere la cuestión filosófica como un dilema de elección entre el yo en sí y la cosa en sí, uno de cuyos conceptos debe estipularse el fundamento primero de toda la experiencia,[46] o «sistema de las representaciones acompañadas el sentimiento de la necesidad».[47] Al proceder filosófico que fundamenta la experiencia en el yo lo llama Fichte idealismo; al que lo hace en la cosa, dogmatismo. La formulación del dilema filosófico es tajante en Fichte: «La discusión entre el idealista y el dogmático es propiamente ésta: si debe ser sacrificada a la independencia del yo la independencia de la cosa, o a la inversa, a la independencia de la cosa la del yo.»[48] Una de las dos instancias debe fundamentar a la otra. Pero esta formulación tan nítida se debe a un desplazamiento significativo del concepto de lo «en sí». En la KrV, el concepto de lo ‘en sí’ tenía una significación meramente negativa, entendiéndose como límite del entendimiento al que apuntaba la razón en su problemática tendencia al pensamiento de lo absoluto. En la Teoría de la ciencia el concepto de lo ‘en sí’ adquiere una significación positiva y fundamental (condicionante y determinante del ‘ser para’), con lo que pasa a ocupar una posición central en su sistema deductivo: sólo algo absoluto podrá constituirse en fundamento de la experiencia.

 

Según se ha visto, la posición epistemológica que desarrolla, y desde la que se desarrolla, la KrV, consiste en una relación lógica de coimplicación entre el sujeto y el objeto de conocimiento. Interesa destacar ahora que esta relación de coimplicación es estrictamente ‘lógica’ porque en la Crítica kantiana el sujeto y el objeto de conocimiento son conceptos trascendentales[49]: conceptos puramente epistemológicos que denotan la formalidad de las cosas, y no son, por tanto, directamente equiparables a ellas. Mas el propio Kant no era totalmente consciente de la trascendentalidad de estos conceptos en su uso crítico, por lo que a lo largo de la KrV se desliza constantemente una ambigüedad entre los conceptos de sujeto y objeto, y el sujeto y los objetos reales. Todo lo que conocemos son fenómenos. Las cosas conocidas son los objetos; pero esto se debe a que el conocimiento fenoménico se forma y organiza, necesariamente, bajo el respecto del concepto de ‘objeto’. El propio sujeto de conocimiento, en tanto cosa conocida, adopta necesariamente la forma de un objeto. Pero en este concepto se manifiesta con especial agudeza la ambigüedad mencionada, puesto que el sujeto permanece, a la vez, como sujeto puro o condición trascendental sine qua non del pensar y el conocer (Cfr. KrV, B 155-156). En su teoría o doctrina de la ciencia, Fichte reinterpretará la doctrina kantiana de la «cosa en sí», asimilando y conceptualizando el ser de la cosa en sí como un ‘ser para la conciencia’.[50] Fichte reformula los conceptos del sujeto y el objeto de conocimiento: si bien les atribuye un ser puramente ideal, les confiere un valor ontológico, puesto que tales conceptos conceptualizan y reducen el ser de lo real, por la vía de la idealidad, al pensamiento de este ser.

Fichte toma como fundamento de la experiencia el ‘yo primitivo’ autoproducido por un acto de libertad: el yo, volviendo sobre sí mismo, se pone a sí mismo como puro actuar para sí mismo. Fichte contrapone el ser al actuar, entendiendo éste como fundamento de aquél: el concepto del ser deriva del concepto de representación (puesto que todo ser es un ‘ser para nosotros’), la cual no es sino la producción (el reposo) de la actividad del yo. Con lo cual se hace patente que, en la doctrina fichteana, el actuar del yo, o el yo como actuar, cobra un valor y una significación ontológicas.

La autoposición del yo, que se pone como lo que pone (y no como un mero poner), es, en expresión de Fichte, una intuición intelectual: conciencia de sí inmediata en la que «lo subjetivo y lo objetivo se da inseparablemente unido y es absolutamente uno».[51] Esta intuición sólo puede producirse por un acto de libertad, pero, una vez que se produce, lo hace de un modo determinado: «la inteligencia actúa, pero sólo puede, por virtud de su propia esencia, actuar de un cierto modo. Si se piensa este modo necesario del actuar abstraído del actuar, se le llama muy adecuadamente las leyes del actuar, o sea, hay leyes necesarias de la inteligencia» (Primera introducción, 7, en la versión de Gaos). Ahora bien, cuando se piensa el modo necesario del actuar, se forma el concepto del yo como actuar. El concepto originario del yo, y la intuición en que se basa, no aluden en ningún caso al yo individual, producto de una síntesis, sino a la yoidad, que se opone primitivamente al ello, a la mera objetividad: «el poner este concepto es un poner absoluto, no condicionado por ningún otro poner, tético, no sintético» (Segunda introd., 9).

En su concepción del ‘yo primitivo’, Fichte retrotrae los conceptos de sujeto y objeto a una unidad esencial ideal originaria y, paralelamente, retrotrae los conceptos de actuar y de ser a su unidad en el pensar. Pero no hay una relación paritaria en los términos de la unidad original: el sujeto y el actuar serán el fundamento, el objeto y el ser lo fundado. El sujeto, en la objetividad de su intuición primitiva (pensar necesario), fundamenta toda posible representación de objetos, por ser él el objeto primero, condición y determinación de los demás. El actuar puro y determinado del pensar del yo, o yo del pensar, funda y constituye la posibilidad de toda representación, sólo por medio de la cual se instituye y postula el ser de lo representado.

Para Fichte, la unidad de la apercepción trascendental es una «intuición intelectual», a cuya conciencia, sin embargo, sólo se accede por la formación de su concepto. Pero, además, esta unidad ya no se concibe como «unidad sintética» (Kant), sino «tética»: posición absoluta y primitiva del yo como puro actuar. El yo, al ponerse a sí mismo, se pone como algo limitado y finito, a consecuencia de la intuición de su ponerse. Mas es la suya una limitación primitiva, pues el yo no es primitivamente ni lo ponente ni lo puesto, ni ninguno de los dos es limitado por el otro, sino que el yo es ambos en su unión; y esta unión no puede pensarse, puesto que el pensar separa, precisamente, lo ponente y lo puesto (Segunda introd., 6, hacia el final). El yo primitivo es, por tanto, lo indemostrable que sirve de base a toda demostración (Íd., 10).

No es de extrañar que Kant repudiara la interpretación fichteana de su doctrina filosófica: al estipular la posibilidad de la intuición intelectual, Fichte funde la «forma» del conocimiento con su «materia»,[52] disolviendo en el fundamento subjetivo el último residuo de realidad no mediatizada por el entendimiento que Kant admitía (la intuición), y asimilando paralelamente la subjetividad al sujeto, no ya trascendental, sino trascendente al individuo (la ‘razón’).[53] El pensamiento alemán camina entonces hacia su progresiva hipostatización (el ‘espíritu’), de la que el individuo humano se concibe ahora mero soporte circunstancial, y a la concomitante identificación –in terminum, identidad esencial y substancial- entre el sujeto y todo objeto de conocimiento: Hegel.

 

 

Schelling.

 

 

Hegel, culminación del idealismo: el Espíritu Absoluto.

 

 

Schopenhauer: El mundo como Voluntad y Representación. [1] El conocimiento como representación. El sujeto y el objeto, polos conceptuales complementarios y correlativos constitutivos de la representación. [2] La tentativa de fundamentación fisiológica de la filosofía trascendental kantiana: «En la teoría de la ciencia de Fichte y en el Sistema del idealismo trascendental de Schelling se manifiesta la trayectoria puramente especulativa que el fundamental problema kantiano, así transformado, cobra en los continuadores de Kant. No es sino una consecuencia y una necesidad históricas el que a la «génesis» metafísica de la conciencia de sí, que aquí se había intentado, se enfrente ahora una «génesis» puramente física, el que se quiera complementar la interpretación espiritualista con otra interpretación materialista.»[54] [3] La reducción metafísica del mundo a la voluntad. La intuición del fenómeno psicológico de la voluntad conduce a la conclusión de que ésta es la verdadera esencia del mundo. «En esta interpretación se cifra el único tema fundamental de la metafísica schopenhaueriana. El mundo como representación se mantiene en pie en cuanto a su peculiar modo de ser, en cuanto a la totalidad de sus leyes y formas, pero ahora se nos revela pura y simplemente como la envoltura bajo la cual descubrimos el verdadero ser en sí de las cosas, el mundo como voluntad. […] Pero al remontarnos así del intelecto y de sus formas a la voluntad como el verdadero en sí, se transforma también ante nosotros la forma general del problema del conocimiento. El intelecto, que hasta ahora se nos aparecía como un dato absoluto, último e irreductible, se convierte ahora en el resultado de otra cosa y, por tanto, en algo pramente relativo: la inteligencia que, considerada desde el punto de vista del mundo como representación, aparecía necesariamente como el creador, pasa a ser ahora, enfocada desde el punto de vista del mundo como voluntad, la criatura. Surge así el problema de si el intelecto podrá seguir afirmando aquí su propia peculiaridad, aquella independencia sustantiva y aquella espontaneidad que le reconocíamos frente a la percepción. El punto de vista que enfocaba la trabazón sistemática entre los distintos factores del conocimiento y la cooperación entre ellos para formar la estructura del mundo como representación, es desplazado ahora, necesariamente, por el problema de saber qué significa y qué aporta el conocimiento en su conjunto dentro del conjunto de la realidad, donde residen su esencial fuerza y su límite esencial, frente al verdader en sí de las cosas.»[55] [4] El círculo vicioso de la doctrina de Schopenhauer. [5] La superación de la voluntad mediante la negación del mundo: valor del saber absoluto que tiende hacia la nada. [6] Influencia histórica: Nietzsche.

 

 

Hay en la filosofía moderna un creciente predominio del concepto epistemológico de la verdad sobre el ontológico, predominio que alcanza su culminación en la doctrina kantiana, a partir de cuyo idealismo trascendental comienza a desbordarse a sí mismo, por así decirlo, en una especie de imparable proceso subversivo que finaliza con la reducción absoluta del concepto ontológico de la verdad a su concepción epistemológica, reducción que es una trans-posición de la identidad substancial del sujeto con su objeto de conocimiento, expresamente estipulada por Hegel. De modo que la radicalización progresiva del idealismo trascendental kantiano desemboca en el idealismo absoluto de Hegel, que concluye en el absurdo de una hiperconciencia racional cuyo ser agota la totalidad de lo real y consiste en su pensarse a sí misma.

 

El resquebrajamiento histórico de la dualidad inmanente a la constitución cognoscitiva humana (sujeto y objeto, ser y pensar, representación y realidad) conduce a una desintegración del pensamiento filosófico, cuya inmediata consecuencia es la sustitución del escepticismo metódico moderno por la sospecha metodológica post-moderna: la duda sistemática inmanente a los métodos racionalistas de la modernidad (Descartes, Hume, Kant) es sustituida por la des-confianza radical ante y hacia todo método lógico-discursivo. La instauración de la sospecha metodológica se manifiesta ejemplarmente en la Tripe Acción Anti‑Racionalista del siglo XIX: Nietzche, Marx, Freud, suponen tres cargas de profundidad, en flancos diferentes, que dinamitan los conceptos racionalistas de la ‘conciencia’ y del ‘sujeto’ que la alberga. El motivo común de sus doctrinas, discurrentes en campos distintos, reside en el desentrañamiento de los fundamentos, determinaciones o intereses ocultos (y siempre interesadamente ocultados) que rigen las doctrinas filosóficas, científicas y políticas (humanas, en general). Estos tres pensadores coinciden en depositar el fundamento del conocimiento y la realidad en instancias extrínsecas a la conciencia racional humana. Se abre entonces la posibilidad para una metafísica del poder que desarrollarán, entre otros, Foucault y Deleuze.

 

 

Posición epistemológica de Freud. Trascendimiento del ‘yo’ individual en el ‘sujeto’ psicológico: El ‘ello’ y el ‘superyo’, instancias inconscientes de la psique humana, determinantes en la sombra de la constitución y la acción productiva del yo. La sexualidad como factor esencial de la personalidad. Implicaciones epistemológicas de sus tesis. El concepto freudiano de la conciencia.

 

 

Posición epistemológica de Marx. Trascendimiento del ‘yo’ individual en el ‘sujeto’ social: infraestructura económica y supraestructura ideológica, incardinación de los individuos en su modo de producción material, condicionamiento y desarrollo de la ‘conciencia’ en la producción. La esencia humana, «no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales» (Tesis sobre Feuerbach, VI). La inversión del idealismo alemán: materialismo dialéctico. La concepción de la verdad como cuestión antropológica práctica: «El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es una cuestión teórica sino práctica. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su pensamiento.» (Ídem, II.)

 

 

Posición epistemológica de Nietzsche: Trascendimiento del ‘yo’ individual en el ‘sujeto’ viviente: la Voluntad de Poder, en su despliegue de fuerzas enfrentadas, como fundamento de los seres vivos, el hombre, la ‘conciencia’ y el ‘conocimiento’ (siempre instrumento de una ‘voluntad de poder’). Concepción epistemológica y estético-ontológica o trascendente de la verdad. Influencia en Heidegger y en los ‘contestatarios’ franceses: Deleuze, Foucault, Etc.

 

Nietzsche, al definir la verdad como «esa clase de error sin el cual no podría vivir una determinada clase de vivientes» asiente al concepto tradicional de la verdad (concordancia), si bien lo hace con el fin de negar su posibilidad efectiva.[56] Las leyes de la verdad se arraigan en las leyes del lenguaje.[57] ¿Por qué es la verdad «un error»? Porque el lenguaje mismo, que abre la posibilidad de su concepto y de su facticidad, es, ya en su génesis, falsificador (ob.cit., p.89). De entrada, explica Nietzsche, concluimos errónea e injustificadamente en una causa exterior a nosotros a partir del estímulo nervioso. A continuación, transponemos dicho estímulo a una imagen. Y luego, transformamos la imagen en un sonido articulado. «Y en cada caso, salto completo de una esfera a otra totalmente nueva y distinta» (p.89). El «salto» último en esta audaz sucesión de metáforas, al través de la cual -creemos ingenuamente- se ha de conservar el contenido de la originaria excitación nerviosa, consiste en la formación de conceptos, que «surgen por igualación de lo desigual» (p.90), de suerte que nunca coinciden con la «cosa en sí» (esa «enigmática x«). «Por tanto, ¿qué es la verdad? Una multitud en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en una palabra, un conjunto de relaciones humanas que, elevadas, traspuestas y adornadas poéticamente, tras largo uso el pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son.» (p.91) Lo que se trasluce, a fin de cuentas, en este temprano escrito de Nietzsche es la convicción de que el sujeto y el objeto de conocimiento son «esferas absolutamente dispares» entre las que «no existe ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino a lo sumo un comportamiento estético… una transposición indicativa, una traducción balbuceante a un idioma extraño» (p.95).

Pero Nietzsche no se conforma con la negación teórica de la posibilidad de la verdad del conocimiento humano. Nietzsche es, sobre todo, un estético; más precisamente: un moralista estético, que predica la revolución inmoral tomando como gozne la experiencia estética de la vida. De acuerdo con esta orientación fundamental, Nietzsche pugna por abrir la posibilidad de la verdad (posibilidad cerrada, a su juicio, en el plano epistemológico) desde un plano estético-ontológico, donde los valores de afirmación de la vida marcarán la pauta de verificación de las verdades de los conocimientos.

Ya en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música efectúa Nietzsche una asimilación entre lo más íntimo subjetivo y lo objetivo real. Pero la obra de Nietzsche tiende a una superación definitiva del esquema epistemológico sujeto‑objeto, mediante una reducción de la totalidad de lo existente a «voluntad de poder»: «El mundo visto desde dentro, el mundo definido y designado en su «carácter inteligible», -sería cabalmente «voluntad de poder» y nada más que eso.-» (Parágrafo 36 de Más allá del bien y del mal, trad. de Sánchez Pascual en Alianza.) El mundo entendido como voluntad de poder se configura como una pluralidad de fuerzas enfrentadas que desarrollan sus propios argumentos vitales y discursos de verdad. En consecuencia, la verdad es plural: no existe una verdad sino distintas verdades que se confirman en la medida en que ‘valen’ para la vida -y para modos determinados de vivir que se imponen sobre otros-.

A la luz de la interpretación del mundo como voluntad de poder, el Zaratustra de Nietzsche aparece como una doctrina de la verdad en clave vitalista que, precisamente por ello (por fundamentar ‘la verdad’ en el vivir), tiene el carácter esencial de ‘prédica’ doctrinaria: dichos y hechos se entrelazan, sosteniéndose mutuamente, en la vida de Zaratustra. Así habló Zaratustra es en realidad un nuevo y transvalorador evangelio cuya verdad revelada consiste en la orgullosa e inmoral autoafirmación, en su continuo despliegue, de la voluntad de poder del «hombre superior».

 

 

Potencia positiva y negativa de estas tres líneas de acción anti-racionalista. El nihilismo.

La ‘acción anti-racionalista’ es un factor positivo para la filosofía en tanto que supone la conquista de nuevas posiciones epistemológicas y la correspondiente generación de expectativas inéditas del filosofar. Pero también tiene una potencia negativa, radicada en que la sistematicidad crítica hacia toda doctrina ajena se conjuga con una fuerte tendencia al acriticismo para con la doctrina propia. Se producirá una proliferación descontrolada, en progreso geométrico, de corrientes hiepercríticas y discursos desarraigados profundamente acríticos con sus propias determinaciones.

 

 

Los ‘contestatarios‘ franceses del s. XX, filosofantes desde la tradición anti-tradicionalista de la Sospecha, que con ellos alcanza una radicalización extrema no exenta, en absoluto, de ‘puntería’ crítica. Derrida. Deleuze. Foucalt y el problema de «la política de la verdad»: la verdad entendida como producción de poderes políticos (producida por estos, y productora de ellos).[58] El deslenguado y descreído Cioran: los Silogismos de la amargura.

 

 

El evolucionismo.

 

 

El desarrollo de las ciencias humanas e históricas.

 

 

Los comienzos del siglo XX: (I) La Revolución de la Física Moderna (cuya posibilidad epistemológica había sido ya abierta por Kant): radicalización del racionalismo matemático inherente al método científico de la física: las conclusiones de las teorías de la física moderna (sorprendentes y paradójicas desde el punto de vista de la sensibilidad e, incluso, de la racionalidad subjetiva humanas) son consecuencia de una universalización radical del presupuesto científico básico de la física: ‘Hay un ‘mundo exterior’ a mi conciencia, a la conciencia humana, a toda conciencia posible, que funciona conforme a leyes.’ [Ver el ensayo de Einstein Física y realidad y otros.] Las nuevas teorías físicas van encaminadas precisamente a preservar la universalidad y la objetividad de estas leyes. La teoría (o teorías, especial y general) de la Relatividad es un intento de formular leyes válidas para todo sistema de referencias posibles: la percepción subjetiva queda superada en tanto no tome conciencia de que no es más que el producto de unas condiciones físicas muy especiales, desarrolladas en un peculiarísimo e ingeneralizable sistema de referencias. La universalidad y objetividad de las leyes físicas quedan preservadas por obra del desarrollo de una inteligencia matemática que trasciende la sensibilidad humana; de aquí la aparente contradicción entre algunas tesis de la citada teoría y la percepción humana, contradicción que desaparece en cuanto se recuerda que los efectos de la percepción subjetiva están justificados y explicados en dicha teoría como un caso especial de los casos de situaciones-estados físicos posibles. La Mecánica cuántica y el Principio de Indeterminación. (II) La Revolución Tecnológica. Causas y consecuencias. La época de la imagen de la imagen del mundo.

 

 

El Giro Lingüístico de la filosofía: de la subjetividad trascendental al lenguaje, como lugar de fundamentación del conocimiento posible u horizonte de respuesta filosófica a la pregunta por sus condiciones de posibilidad.[59]

 

 

Continuidad del idealismo alemán: la fenomenología de Husserl. Posición epistemológica. Influencia en Heidegger.[60]

 

 

Heidegger: primera tentativa de conceptualización de la Esencia de la verdad desde una posición epistemológica superior y trascendente a la escisión del conocimiento en sujeto y objeto. El filosofar de Heidegger se encamina, precisamente, a la superación de la posición epistemológica tradicional, sentando las condiciones de posibilidad de la fundamentación del conocimiento humano y el propio ente humano (Dasein) que en cada caso conoce (vive conociendo y conoce viviendo) en una apertura trascendental del Sentido Originario del Ser, posibilitada por la explanación del tiempo como horizonte del ser y la temporalidad como esencia constituyente del Dasein. La posibilidad del sentido del ser en cuanto tal está abierta ‑aunque oculta por siglos de metafísica ‘inauténtica’- por la dis-posición onto‑lógica del Da-sein hacia el Ser, patente en la ‘precomprensión’ oscura de su sentido y el desenvolverse humano esencial y constitutivo en el lenguaje, ‘casa del ser’. El pensamiento occidental comenzó hace siglos un camino de extravío y ocultación de la pre-dis-posición onto-lógica (y no meramente óntica) originaria del Dasein, enterrando bajo sucesivos discursos metafísicos, perseverantes en la ceguera ontológica, la pregunta que interroga por el sentido del ser. Por ello, Heidegger emprende, mediante la recuperación de esta pregunta caída en el olvido y su formulación radical, una derogación retrospectiva de la Metafísica occidental, retrocediendo hasta la posición epistemológica de los griegos presocráticos, aún parcialmente manifiesta en algunos textos de Platón y Aristóteles (si bien son precisamente estos filósofos quienes, históricamente, inauguran el hundimiento progresivo en el olvido de la pregunta fundamental). Tomando como punto de partida el concepto preclásico de la verdad como ‘desocultamiento’ (acción y efecto del desocultar originario en el que se ubican, no como fundamentales sino como fundamentados en él, el conocimiento, el conocedor y lo conocido), y situándose a través de su esclarecimiento en una perspectiva onto-epistemológica radical y trascendental, Heidegger procede a una demolición crítica de la perspectiva epistemológica tradicional, y del correspondiente concepto de la verdad como concordancia, y apunta a la fundamentación ontológica de la esencia de la verdad como acontecimiento trascendental: la esencia de la verdad es el ser en su desocultamiento, acción y efecto de desocultarse el ser que acontece en el horizonte trascendental del tiempo (por lo cual ‘acontece’, y no simplemente ‘es’). En la fundamentación ontológica de la verdad tiene una importancia decisiva la posibilidad y acción de la libertad. Heidegger considera que toda interpretación de la verdad está ligada a una determinada concepción de lo ente. Según Heidegger, «la esencia de la verdad es la libertad. Ésta es el ex-sistente y desvelador dejar-ser al ente».[61] Pero «en tanto el dejar deja ser al ente, con el que está en relación, en un comportamiento individual, y con ello lo des-vela, se oculta el ente en su totalidad» (Ídem, p.123). La libertad incluye, pues, la posibilidad de una concepción óntica de lo ente (la que, de hecho, se ha impuesto hasta ahora en la tradición metafísica occidental). Pero tampoco excluye la posibilidad de una concepción ontológica de lo ente, que fundamente éste sobre el desocultamiento del ser del que proviene su entidad. El desarrollo de esta posibilidad, «el pensar del ser», como «liberación del hombre para la ex-sistencia», pondría de manifiesto que «la pregunta por la esencia de la verdad encuentra su respuesta en la proposición: la esencia de la verdad es la verdad de la esencia«, entendida aquí la esencia verbalmente (Íd., p.130).

 

Crítica a Heidegger: su no-distinción categorial entre los conceptos trascendentales epistémicos (yo, realidad, tú), epistemológicos (sujeto, objeto) y productivos (experiencia, producción, praxis): consecuente confusión en la conceptualización de la relación ontológica entre el ‘yo’ y el ‘sujeto’, olvido de la necesidad del yo y la realidad como filtros constitutivo-formales del conocimiento. Heidegger y Gadamer: trazan el camino de ida de la apertura ontológica del conocimiento mediante la trascendencia del ‘yo’ en el ‘sujeto’ (a su vez trascendido, en su ser, hacia el ser), pero no el movimiento de vuelta -a Heidegger le faltó El Tiempo y el Ser-. Heidegger, en efecto, abre la vía (y camina por ella; Gadamer la desbrozará y roturará) a la posibilidad de una fundamentación más originaria del conocimiento y el ente que señaladamente es (porque su forma constitutiva es el conocer o ‘comprender’), pero parece olvidar que la absorción epistémico-epistemológica de los fundamentos ontológicos originarios[62] requiere, para hacerse efectiva -para formarse como conocimiento y saber, posición existencial- el retorno a la pensabilidad desde la instancia del yo. En relación con esto: necesidad de conjugar los planteamientos totalísticos trascendentales (idealismo, fenomenología, ontología, hermenéutica, antropología, historia…) con los planteamientos analíticos inmanentales (materialismo, empirismo, lógica óntica, fijación precisa del sentido, epistemología, lógica psico-social…). Asimismo, posibilidad y conveniencia de una síntesis profunda y radical entre las contribuciones esenciales filosóficas de Heidegger y las de Wittgenstein.

 

 

Los existencialismos. Sartre.

 

 

Ortega y su circunstancialismo.

 

 

Gadamer.

 

 

Habermas.

 

 

Acción teológico-irracionalista. Precedentes en Spinoza y, sobre todo, Pascal. Kierkegaard. Unamuno.

 

 

Re-acción ultrarracionalista: positivismo, pragmatismo, utilitarismo, cientificismo.

 

 

Filosofía analítica y neopositivismo lógico.

 

 

Russell y su filosofía del atomismo lógico. Para una crítica a la filosofía de Russell. (1) La verdad es, desde el punto de vista de la filosofía del atomismo lógico, la concordancia entre los hechos y las proposiciones que los enuncian. (2) Según Russell, en «La filosofía del atomismo lógico», un hecho es «aquello que hace verdadera o falsa a una proposición». (3) Las verdades son relativas al conocimiento, y no a lo que trata de conocerse. La verdad se predica del enunciado o proposición, y no del hecho que ésta enuncia: un hecho, o es un hecho, o no lo es -y entonces no es nada-; o es real (en su esfera de realidad), o no existe. Pero no hay ‘hechos verdaderos’; lo que es verdadero, o falso, es el conocimiento que se tenga de ellos. Conjugando estas tres premisas puede observarse el resultado de la ecuación epistemológica en que se desenvuelve la filosofía de Russell. ¿Cuál sería, de acuerdo con lo dicho, la verdad de un enunciado cualquiera, por ejemplo, la verdad de «llueve»? La verdad de «llueve» sería su conformidad con el hecho de que llueva (al tiempo que se enuncia esta frase, se sobreentiende). Obsérvese que la verdad de «llueve» no sería el simple hecho de que en el momento de su enunciación llueva: pues entonces la verdad de una proposición sería independiente -incluso «ajena»- de la misma proposición de que ella se predica. Y es evidente ‑tan evidente que resulta una perogrullada- que sólo hay verdad de una proposición en tanto se formule o esté formulada dicha proposición -en otras palabras: sólo puede haber verdad de un conocimiento si existe dicho conocimiento-. La verdad de «llueve» es, pues, su conformidad con el hecho de que llueva. Ahora bien: ¿Qué es, en realidad, esta conformidad? -Pues no es, en realidad sino otro hecho: el hecho de que llueva al tiempo que se dice que llueve. Pero entonces resulta que, dada la definición de «hecho» en la que antes convinimos con Russell, este nuevo hecho habrá de hacer verdadera alguna posible proposición. ¿Cuál sería esta nueva proposición? Obviamente, sería la proposición «llueve al tiempo que se dice que ‘llueve'». Mas, preguntémonos, ¿en qué consistirá la verdad de esta nueva proposición? -Consistirá en: el hecho de que llueva al tiempo que se dice que «llueve al tiempo que se dice que llueve». Y, a su vez, este último hecho verificará otra posible proposición, que se enunciaría: «Llueve al tiempo que se dice que ‘llueve al tiempo que se dice que llueve'». La verdad de esta proposición, a su vez… Nos encontramos, en fin, ante una cadena ad infinitum de hechos y proposiciones, proposiciones y hechos. Pero… ¿Se llega a alguna parte con esta serie de triviales juegos de palabras que venimos desarrollando? -Pues sí: se llega a la constatación de que una conclusión inevitable de la filosofía del atomismo lógico es la de que los hechos se multiplican al par que las proposiciones. Constatación que, generalizada, pondría de manifiesto un vínculo esencial entre proposiciones y hechos. Vínculo de hondas implicaciones onto- y epistemológicas, por cuanto transforma, desde dentro, la propia perspectiva desde la que el filósofo analítico concibe la realidad y el conocimiento: una y el otro se modificarían al modificarse la relación entre ambos. La realidad pierde entonces su carácter independiente, el conocimiento cobra un papel activo, dinámico, en la configuración de la realidad (no ya, en rigor, mera «configuración», sino, directamente, «construcción»: el conocimiento como agente productor de hechos). Pero no nos precipitemos en la deducción de implicaciones grandilocuentes; lo que este breve análisis prueba no es más que la deficiente conceptualización que Russell se hace de ‘los hechos’ en su citado ensayo. Lo cual quizá tenga algo que ver con la vaciedad que caracteriza a semejante expresión, cuando es utilizada en sentido positivista -y no en sentido literal, mucho más substancioso: los hechos como productos de un hacer.

 

 

El joven Wittgenstein: positivismo y misticismo. El Tractatus logico-philosophicus. [1] Tentativa de fundamentar la posibilidad del conocimiento, su verdad y su verificación en una posición epistemológica ya superada por la filosofía kantiana. Esta tentativa se caracteriza por un retorno al supuesto de unos ‘objetos simples’ constitutivos, en su interrelación, de la realidad; en correlación con este supuesto, el sujeto de conocimiento se contrae hasta convertirse en un punto inextenso, irrepresentante e irrepresentable, que limita la realidad: concepto-límite de la realidad ficticio pero necesario. En el Tractatus, Wittgenstein persigue independizar la objetividad del conocimiento de cualquier acción formativo‑constituyente ejercida por la subjetividad trascendental. Consigue esto a partir del supuesto de unos objetos simples que, en su interrelación, forman los ‘hechos’ o estados de cosas que, a su vez, componen el mundo. En correlación directa con estos ‘objetos’, Wittgenstein estipula la posibilidad de ‘signos simples’, cuya combinación en ‘proposiciones’ representantes de los hechos haría posible el conocimiento objetivo del mundo o la realidad.[63] [2] La importancia de las tesis místicas tractarianas: no es vano el mandato de «tirar la escalera después de haber subido por ella», puesto que «el sentido del mundo radica fuera de el mundo». El ‘sentido del mundo’ es Dios, y a su presencia (que no ‘conocimiento’) sólo puede accederse gracias a una favorable actitud o disposición (una disposición inexpresablemente voluntariosa) de ese ‘punto‑límite’ de la realidad, testigo inexistente y mudo, que es el ‘sujeto metafísico’: «El mundo es independiente de mi voluntad» -y, en cierto modo (el modo lógico), también de la de Dios-.[64]  [3] Influencia filosófica del Tractatus, decisivo en la génesis y el desarrollo del neopositivismo lógico.

 

El Wittgenstein de las IF: La autocrítica de Wittgenstein contra los supuestos fundamentales del Tractatus. La fundamentación antropológico-social-funcio- nalista del conocimiento. Proyección de sus tesis: influencia decisiva en la filosofía posterior de su noción de los ‘juegos de lenguaje’.[65] Sobre la certeza.

 

La unidad (unificación) del pensamiento filosófico de Wittgenstein desde su instalación en la perspectiva anti-lógica de la mística: el sentido del mundo radica fuera del mundo, y de aquí el sinsentido de las disputas éticas y metafísicas.

 

 

Popper: epistemología (la objetividad refutable del conocimiento científico) y ontología (la dis-posición y constitución antropológicas hacia la anticipación y percepción de regularidades).

 

 

El concepto de verdad en las teorías contemporáneas del significado: Putnam, Quine, Kripke…

 

 

Apel. La importancia de su concepto de una Unidad Antropológica Trascendental, analizable en diferentes aspectos: formas de vida, juegos de lenguaje, modos de producción, etc. [Explorar este concepto, cuya expresión exacta no recuerdo, en La transformación de la filosofía.]

                                    CONCEPTOLOGÍA  [DEFINICIONES]

 

 

 

  1. La Verdad: Concepto (concordancia) y Esencia (Acontecimiento en el SiEnte Venitivo).

 

Las verdades -actos de concordancia- y la Verdad ‑radicada en el acontecimiento trascendental, acción y efecto de la actualidad, existencia del SiEnte…‑.

 

Tesis sobre la verdad, el hombre y el conocimiento.

 

 

  1. Forma, Esencia, Existencia. Definiciones.

 

La Forma como posibilidad de ocurrencia, la Esencia como posibilidad de la forma, la Existencia como posibilidad absoluta de la Esencia o Posibilidad de posibilidades del ser. > Distintos Niveles Epistemológicos de Fundamentación Ontológica. [Aplicación de la distinción aristotélica entre conocimiento primero por el orden en que se conoce (Forma, Esencia, Existencia), y por su fundamentalidad (Existencia, Esencia, Forma).] La Esencia alude a la forma de aquello de lo que es esencia (a lo que forma fundamentando su posibilidad), mientras que la Existencia atiende a su origen y constitución (origina lo existente constituyendo su posibilidad desde y hacia el origen). La esencia de algo consiste en su fundamento, mientras que su existencia se refiere a su origen constituyente. La esencia es, pues, lógicamente prioritaria a la existencia y fundamentadora de ésta en cuanto existir inteligible de lo existente, pero la existencia es ontológicamente anterior a la esencia: condición absoluta de la posibilidad de toda esencia. (Fundamentación de la posibilidad de la lógica en la anti-lógica mística del hecho existencial: el sinsentido de que algo exista.)[66]

 

  1. Esencia, existencia y forma del ente humano.

 

La Existencia humana como Posibilidad absoluta u originaria de toda Esencia humana (posibilidad esencial ontológica del ente humano). La Esencia humana como posibilidad formal o fundamental de Formas humanas de vida (posibilidad existencial epistemológica). La Forma humana como posibilidad material o efectiva de vida (posibilidad vital o antropológica).[67]

 

 

 

Destino, azar, existencia

 

 

El destino y el azar son los dos vectores trascendentales que conforman la cruz de la existencialidad humana: su cruce posiciona la existencia humana espaciotemporalmente, mediante determinaciones trascendentales que sobrepasan, en el origen y en el fin, las «autodeterminaciones conscientes» (?) del existente humano singular, cuya débil conciencia se cobija tras el escudo especular del yo-imagen.

 

«Yo»: ente ficticio, entidad fantástica de esencia puramente nominal, nominalidad abstracta que entierra bajo el signo de la teórica indeterminación (autodeterminación arbitraria del sí‑mismo) la multiplicidad (yo‑fragmentos) fragmentarialmente (hetero)determinada del sí mismo del existente: determinaciones fragmentarias-fragmentariales que se cruzan y crucifican en cruz‑en‑camino.

 

Yo: nominalidad substanciante unificadora de «yos» coexistentes en el espacio‑tiempo, pero contradictorios en la eternidad onto‑lógica de la reflexión «suspensiva»; partitura en dos del pecho humano, convergencia divergida, cruce de los vectores. Aullido de mil voces con‑dis‑cordancia.

 

Yo: ontoLOGÍA, epifanía del nombre hueco que vacía de esencialidad la substancia, substanciando la cáscara, aparencialidad de la planta, y desubstanciando el bulto seminoso, raigambre oculta & terreno arraigante.

 

Yo-escudo.

Yo-espada.

Yo-espejo.

Yo-añicos.

Yo-uno.

Yo-lloro.

Enfermo de salud.

Risa en el llanto, carcajada de lágrimas.

 

Yo-cruz.

 

El «cobijarse» de la «conciencia» en el «yo»: acción y efecto de repliegue, ubicados en el espacio lógico entre-abierto por su co-esencial anteroposterior despliegue: incursiones ciegas, descontroladas, en el «no» del sí mismo: noidad constituyente del sí mismo, siempre «sí» y siempre «otro», otros en sí.

 

 

Destino, azar. Potencias sobreoperantes de, y en, la esencia del existente.

 

Destino, sobrepotencia vital interna o extro-vertiente del existente.

 

Azar, sobrepotencia vital externa o intro-vertiente del existente.

 

 

Destino existe. Pues:

 

Sólo puedo controlar mi pensamiento con el pensamiento. Pero el pensamiento no puede controlar al pensamiento, del mismo modo que un lenguaje no puede controlarse desde sí (precisa un metalenguaje).

 

Pensamiento y meta‑pensamiento son una y distinta cosa. Ello elimina la posibilidad del autocontrol reflexivo. Autocontrol del existente: no‑pensamiento, negación de reflexividad, fagocitación del «destino».

 

Pensa‑meta‑pensamiento: esencia desubstancializante, apunte y trazamiento de destino, destino como imponderable y ciega pulsión‑de‑camino.

 

Porque el pensamiento no puede controlar al pensamiento. Es una batalla perdida de antemano, si el destino del existente hace pensar, si el pensar del existente hace destino.

 

 

[> ¿Pérdida de batalla-ganancia de guerra? > ¿Cumplimentación? >Tiene sentido?

> Sentido: ¿ONTOlogía/ontoLOGÍA?

> ¿Onticidad del logos, logicidad del ontos?

> ¿Sentido del ser es nada?]

 

[   …   Sobre el azar   …   ]

 

 

 

 

VII. El Conocimiento: Esencia (forma de la actividad humana) y Concepto (constitución y forma).

 

[1] Esencia del conocimiento: No sólo actividad; también, Forma de toda actividad humana, por ser la ‘relación del yo con la realidad’. El conocimiento, en cuanto forma pura de la actividad humana, es la posibilidad fáctica de su ocurrencia (forma, pero no esencia: la esencia de la actividad humana es el horizonte de posibilidades de ex‑sistir lo real y ex‑sistir‑se a una con ello en el desocultar en que acontece la verdad). [2] Esclarecimiento etimológico-epistemológico del concepto de conocimiento, como punto de partida para el análisis de sus momentos estructurales esenciales: la intención, el pensamiento, la comprensión y la intelección. [3] Los aspectos estructurales esenciales: forma, verdad y verificación.[68]

 

 

                         Análisis estructural del concepto de ‘conocimiento’

 

 

Conocimiento es acción y efecto de conocer. Así pues, la noción de ‘conocimiento’ integra en unidad conceptual tanto la actividad cognoscitiva como la producción cognosciente consecuente al ejercicio de dicha actividad.

 

Cuatro verbos se usan principalmente para designar la actividad intelectual en que consiste, en un primer estadio, el conocer: entender, comprender, pensar y aprender. Saltando a la torera el uso significante que convencionalmente se hace de estos términos, y retornando a sus acepciones etimológicas, es posible distinguir en ellos, conforme al orden en que se han enumerado, cuatro respectivos momentos estructurales del conocer: (1) Momento de la intención, en el cual se efectúa el movimiento originario de dentro‑afuera: el en‑tendiente ‘tiende hacia’ o se ‘extiende sobre’ lo que pretende en‑tender; (2) momento de la comprensión o apropiación provisional, en el cual se efectúa el movimiento secundario de fuera‑adentro: lo comprendido se prende‑con el comprendiente; (3) momento del pensamiento, en el que se efectúa el movimiento de constitución interna: se pesa (pensare, intensivo de pendére) lo comprendido, o sea, se pondera[69] en todos sus aspectos (este ‘momento del pensamiento’ ‑acción de pensar y efecto pensado‑ podría también denominarse ‘momento del juicio constitutivo’); (4) momento de la aprehensión, intelección, o apropiación definitiva, en el que se efectúa el movimiento de fijación: lo pensado es aprendido, esto es, queda prendido‑al aprendiente; dicho de otra manera: lo conocido es «entre‑cogido» (inte‑llectum, participio pasado de intellegere, de inter-, entre, y legere, coger), o sea, «cogido de manera que no se pueda escapar, o desprender, sin dificultad».[70]

 

Bajo su aspecto activo, el conocimiento es ‘inteligencia’, tomada verbalmente. En su aspecto pasivo de ‘producción’ (concepto que, a su vez, engloba lo producido y el modo de producirse), el conocimiento es ‘inteligencia’ en sentido nominal.

 

Este análisis provisional del concepto de conocimiento es, sin duda, inválido, por cuanto no podría conservarse en pie al traducirse a otros idiomas (en algunos resultaría caprichoso e injustificado, si es que no lo resulta ya en éste). Pero no por ello deja el análisis de tener un valor positivo, pues pone al descubierto algunas notas esenciales a dicho concepto. Se puede desglosar el valor positivo del análisis en las siguientes observaciones ‘despejantes’:

 

‑Queda claro que el concepto del conocimiento es un concepto complejo, descomponible ‑al menos analíticamente‑ en aspectos parciales o momentos estructurales[71] (momentos ‘estructurales’ que no tienen necesariamente que guardar un estricto orden de sucesión temporal: se trata el suyo de un orden lógico antes que psicológico o cronológico).

 

‑En segundo lugar, el enlace del concepto del conocer con conceptos (esencialmente vinculados a él) cuyo origen terminológico reside en la analogía con actividades sensibles (perceptibles), contribuye a desvelar propedéuticamente el significado de tal concepto.[72] De este modo, se averigua que la noción de conocimiento sólo puede imaginarse como (o sea: de imaginarlo, sólo se puede imaginar así) tendencia, captura, pesaje (medida y enjuiciamiento) y fijación de aquello que se pretende conocer.

 

‑Por último, creo que la presente determinación de los momentos estructurales del conocimiento no es tan arbitraria como en un principio podría parecer: Olvídense los verbos entender, comprender, pensar y aprender,[73] y piénsese en cambio en los sustantivos: intención, comprensión, juicio e intelección. ¿No es cierto acaso que la actividad cognoscitiva efectúa esos pasos? ¿No ‘apunta’, ‘coge’, ‘valora’ y ‘asimila’?[74]

 

[Puntos VII.1 y VII.2 > Pendientes de desarrollo]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VIII. El Lenguaje: Esencia (forma de la producción humana, facticidad necesaria) y Concepto (sistema articulado de combinación de signos comunicante, abierto, reformable).

 

 

 

                                                       Sobre el lenguaje

[Fragmentos de mi ensayo «Hacia un pensamiento paradójico»[75]]

 

 

A la manera como unos sutiles compuestos, más o menos variables, de elementos gaseosos (lo que habitualmente concebimos como «aire respirable») constituyen la atmósfera física que necesita para vivir, entre otros, el animal ‘hombre’, los lenguajes constituyen su atmósfera psíquica.

 

Se entiende aquí ‘lenguaje’ en el sentido más amplio posible de la palabra: un sistema de combinación de signos que comunica algo, sea este ‘algo’ lo que sea: información, sentimientos, razonamientos, necesidades, órdenes, tonterías…

 

Desde este amplio y difuso punto de vista, un signo es cualquier cosa que remite o puede remitir el intelecto a otra cosa. (Desde un punto de vista funcional, diríamos que un signo es cualquier cosa utilizada intencionalmente para evocar cualquier otra cosa.)

 

Cualquier cosa imaginable puede constituirse en signo: palabras, números, imágenes, jeroglíficos, gestos, movimientos, estímulos, sensaciones, impresiones, colores, maneras, discursos… (La enumeración completa sería imposible, por potencialmente infinita.)

 

Una cosa que no pudiera remitir el intelecto a ninguna otra cosa que ella misma no podría ser signo. Pero no hay ‑es imposible que haya‑ cosa alguna de este género: toda cosa evoca o puede evocar en el entendimiento otra cosa. Ninguna cosa agota su significado en sí misma; cabe siempre la posibilidad de atribuirle un significado que vaya más allá de su simple coseidad.[76] Luego toda cosa es o puede ser signo.

 

El hecho que acaba de enunciarse, el de que no es posible que ex‑sista una cosa que, humanamente considerada, no pueda ser signo, es un modo de expresar el originario factum existencial constituyente de la esencia de todo ente humano[77]: a saber, que el hombre está irremediablemente atrapado en el lenguaje, encerrado en la jaula del signo, perdido en el laberinto del verbo.[78] En palabras menos dramáticas, aunque igualmente metafóricas (pero no por ello ausentes de rigor ni veracidad): el hombre está inmerso, velit nolit, en la atmósfera psíquica de la comunicación lingüística; fuera de esta atmósfera, no podría respirar: o se asfixia, o deja de ser hombre.

 

Esta esencial determinación del Da‑sein, ‘aquí del ser’ transido de nada, temporal y comprendiente, que somos en cada caso cada uno de nosotros, queda determinada, a su vez, como el resultado de la cruel jugada que una serpiente, o un cornudo, o un titán, o un sabañón en el «orden sabio» de la madre naturaleza, o quién sabe qué especie de perversa divinidad, hado o casualidad, le gastó a la soberbia criatura humana allá por el principio de los tiempos: inyectándole en la misma entraña de su esencia el maldito veneno del ansia de conocimiento, su jodida necesidad de saber (lo que, desde un punto de vista más dramático, puede también denominarse «vocación de Dios»: el hombre quiere ser Dios pero sabe que no puede llegar a serlo).

 

[…]

 

Ya se ha dicho que, para la mirada del ente humano, toda cosa puede ser signo. Esta afirmación encierra un doble aspecto bajo el cual tiene que des‑doblarse su consideración reflexiva. En primer lugar, la afirmación apunta explícitamente a la valoración del lenguaje de doble articulación como facultad positiva del ente humano que le proporciona Poder sobre su mundo (el mundo‑en‑el‑que‑es); ‘poder’, tanto en sentido substantivo (energía) como en sentido verbal, dinámico (acción positiva o ponente del ‘que puede’). De modo que el ente humano, al usar las cosas ‑todas las cosas‑ como ‘signos’, dilata el abrazo y afila las garras de sus entendederas hasta extremos asombrosos.[79]

 

Ahora bien, en segundo lugar, esta afirmación abre un nuevo interrogante. Escribía arriba, textualmente, que «el ente humano, al usar las cosas como ‘signos’…»; pero he intercalado entre guiones, tras «al usar las cosas», la puntualización: «todas las cosas». Es aquí, en este incisivo «todas», donde se produce la apertura, el «tomar forma», del nuevo interrogante.

 

Para el ente humano, toda cosa puede ser signo. Pero entonces cabe preguntarse,[80] dando un paso adelante: ¿No ocurrirá también que, para el ente humano, no sólo toda cosa puede ser signo, sino, además, ninguna cosa puede no‑ser signo?

 

La respuesta afirmativa (positiva) a esta pregunta permite completar el círculo esencial por el que discurre el drama humano.[81]

 

 

El hecho de que todas las cosas, no sólo puedan ser signo, sino que lo sean siempre en efecto, tiene una doble consecuencia; o, dicho con mayor precisión, una consecuencia doble (puesto que se trata de una única consecuencia, considerable bajo dos aspectos analíticamente diferentes). Por una parte, se ratifica ahora con total claridad lo que desde el principio viene sosteniéndose: que el hombre está preso en el lenguaje; o, dicho de otra manera: que está encadenado a la esfera de sus representaciones. Porque toda ‘cosa’ que se des‑vele en el intelecto humano se constituye a su vez, en la misma acción de desvelarse, en ‘signo’ de alguna otra cosa; la cual, a su vez… el hombre queda condenado a vagar in aeternum en el océano de los signos. El ente humano, incluso aunque a menudo no sea consciente de ello, está ya de siempre jugando el juego de los signos y las representaciones especulares, juego sin solución de continuidad donde el espejo (por no decir el espejismo) es lo único substancial que al hombre le queda de la realidad cuya esencia añora abrazar. En el terreno filosófico esto se traduce en la insoluble cuestión ficticia[82] de la contraposición/asimilación entre realidad fenoménica (configuración de la realidad tal como es humanamente conocida) y realidad numénica ( realidad «en sí», supuesta realidad independiente del modo humano de conocerla); cuestión que suele zanjarse aseverando la imposibilidad de aprehender la realidad absoluta (o, lo que viene a ser lo mismo, aseverando la imposibilidad de certi‑ficar la verdad del conocimiento humano), ‑pero esta aseveración es más un escaqueo que una resolución del problema.[83]

 

Por otra parte, sin embargo, el eterno vagar por entre los signos encierra en sí, también, un aspecto positivo (es, por tanto, cifra de la grandeza y de la miseria del ente humano): porque el «eterno vagar» del hombre significa que éste no se detiene nunca; su progreso no tiene freno ni fin. Cierto que jamás puede salirse de la esfera de sus representaciones; pero también cierto que esta esfera es perpetuamente expansible, inflable hasta el infinito.[84]

 

El hombre se auto‑trasciende en el lenguaje.

 

Es por esto por lo que el drama humano dis‑curre en círculos: porque no sólo estamos atrapados en el lenguaje; estamos, además, castigados por quién sabe qué instancia a trascenderlo de continuo (aunque, en realidad, jamás salgamos de él, no podamos hacerlo[85]). «Castigados», sí, porque este jodido «no saber sabiendo» (o, más bien, «saber no sabiendo») en el que uno «va siempre trascendiendo», no es, en una gran mayoría de casos, ni voluntario, ni, por supuesto, consciente; ‑a menudo es, incluso, contra voluntatem propriam.

 

De modo que, impelido por vete tú a saber qué fuerzas, instintos, deseos, sortilegios, manos invisibles u oscuros designios indomeñables, estamos constreñidos a arrastrar constantemente nuestras entendederas más allá de los límites del propio entendimiento, en un esencial impulso ad infinitum (de aquí los chichones y las jaquecas). Y es que nuestras grietas sinuosas y nuestros pozos desfondados nunca dejan de escupir desbocadas bestias negras, pardas o blanquiazuladas. Cornudos cascotes de granizo, abrasantes relámpagos, y deidades en forma de lluvia de oro, descienden sin cesar, alternativamente o en promiscuidad, del cielo de nuestra alma. A quién le puede extrañar que, ebrios de pócimas infernales o de etéreas ambrosías, los humanos tropiecen y se caigan una y otra vez fuera de sí mismos.

 

Pero quizá esto tenga algo de positivo: a fin de cuentas, gracias a esta constante y vergonzosa pérdida de todos los papeles en que incurrimos los humanos, vamos enladrillando poco a poco el edificio del des‑conocimiento: erigiendo la razón de la sinrazón, avanzando un paso más en el retuerto camino que nos conduce a la locura o al umbral de la divinidad.

 

[…]

 

                      ONTOLOGÍA  [FACTICIDADES CONSTITUYENTES]

 

 

 

  1. El Factum Transcendental de la presencia de ‘lo más allá’ en todo acontecimiento de conocimiento y verdad,

 

como conditio sine qua non de la existencia así de la verdad y el conocimiento como del propio ente que conoce.

 

 

  1. El Factum Originarium de la Conciencia en el hombre: autoconciencia y conciencia de la realidad.

 

La cuestión ontológica de la esencia de la verdad ‑y la correlativa pregunta epistemológica por la posibilidad del conocimiento‑ flota en el vacío mientras no se prepare un ‘suelo’ originario que le sirva como punto de partida desde el que impulsar su desarrollo en alguna (cualquiera) dirección.

 

El punto de partida inicial y, en cierta medida, fundamental (pues se revela como la condición absoluta de la posibilidad de todo conocimiento y, por ello, también del mero cuestionamiento de la esencia de la verdad) es el factum existencial constituyente de la esencia humana, que puede enunciarse como sigue: El ente humano tiene conciencia.[86]

 

Es éste un hecho propio de la existencia humana, pues la ‘conciencia’ sólo se manifiesta ‑va manifestándose‑ en el curso del ex‑sistir, salir afuera o echarse hacia adelante, de cada ente humano.

 

Tal hecho es, además, constitutivo de la esencia humana ‑es un factum esencial‑ por cuanto que, en el caso hipotético de que un ente humano no tuviera conciencia, dicho ente no sería ‑no podría ser‑, propiamente hablando, humano.[87]

 

El ser‑consciente del ente humano es, por otra parte, el factum constituyente de la esencia humana, y no simplemente un factum entre otros. Hay, ciertamente, otros hechos existenciales constituyentes del ser humano; pero estos otros hechos no constituyen específicamente al ente humano en su ser: o bien no son exclusivos suyos, peculiares a él (tal es el caso de la socialidad humana ‑el hombre como ‘animal político’ no queda diferenciado de otras especies animales), o bien no son universales, necesariamente comunes a todo ente humano (tales las características que definen al ente humano como ‘bípedo implume’).

 

El factum del ‘ser‑consciente’ puede expresarse de otra manera (bajo otro punto de vista): El ente humano usa lenguajes de doble articulación.

 

Conciencia es siempre conciencia de algo; más precisamente, es conciencia de que hay algo, de que algo es. La conciencia no se refiere al modo o manera de ser de ese ‘algo’, sino sólo a su ‘es’: la conciencia constata la existencia de algo (su ‘que es’) pero no su esencia (su ‘qué es’) ni forma de ser (‘cómo es’).[88]

 

La conciencia, considerada en tanto propiedad cognosciente/recognosciente del espíritu o ‘sede’ del conocimiento reflexivo, sólo atañe al campo de investigación psicológico (en el cual se la opone, coherentemente, a ‘lo inconsciente’). Aquí se trata de la conciencia como (parte de) el acontecimiento trascendental constituyente del ente humano. Acontecimiento que puede enunciarse (puede enunciarlo el ente‑que‑es‑consciente) en dos palabras, e incluso en una: Hay algo: «Ser».

 

Este breve enunciado se desdobla, necesariamente, en dos enunciados concomitantes, que se coimplican y complementan:

‑Hay algo fuera (ex‑sistente): «es».

-Hay algo dentro (in‑sistente): «soy».

 

En el primer enunciado se contiene la conciencia del mundo, en el segundo la autoconciencia: fenómenos emparejados que constituyen la conciencia trascendental del ente humano, siempre (necesariamente) articulada en esa doble dirección: hacia fuera y hacia dentro.[89]

 

Puede objetarse que este concepto de la conciencia es demasiado restrictivo: que la vacía de todo contenido. Pues bien, eso es precisamente lo que justifica (onto‑ y epistemológicamente) el concepto: que su «contenido» sea un mero apercibir la existencia del mundo y de sí. Lo que carece de sentido (onto‑ y epistemológico) es, precisamente, la concepción opuesta de «la conciencia»: una hipóstasis de no se sabe qué entidad mental cuyas relaciones con el «yo» y el «sujeto» son tan sutiles que no cabe diferenciarla de estos últimos.

 

De modo que debe concluirse la irrelevancia epistemológica del concepto de «conciencia» ‑entendida como la misteriosa sede del concimiento humano‑: desde una perspectiva estrictamente epistemológica, el concepto fundamental y necesario del «yo» no implica, ni demanda, el de «conciencia», como concepto con contenido. Este concepto, así concebido, es válido sólo en tanto que concepto analítico psicológico, instancia operativa que se opone a la complementaria inconciencia ‑»lo inconsciente»‑, ambas constitutivas, genéticamente, del yo psicológico humano.

 

Así pues, frente a la «ciencia» ‑concepto en el que se implica el contenido material del conocimiento‑, la «con‑ciencia» como concepto formal puro, posibilidad a priori de la estructura del conocimiento. La conciencia, entonces, denota el factum de la existencia humana que da forma a todo conocimiento, desde cuyo punto de vista la conciencia se manifiesta como un saber seguro de algo que no implica el conocimiento de lo que este ‘algo’ sea o cómo lo sea: un saber, por tanto, puramente ontológico (ontológico a priori): un saber que algo es, sin saber cómo ni qué sea: la conciencia como cifra existencial absoluta posibilitante (abriente) del conocimiento ‑por cuanto in‑forma de la necesidad a priori de que algo exista; dicho negativamente: informa de la imposibilidad de que nada exista.

 

 

  1. El Factum Existentiae del lenguaje como forma constitutiva de la vida humana.

 

Factum inmanente y trascendente (respecto de la ‘identidad’, así genérica como individual, del ente humano): El hombre vive, velis nolis, usando lenguajes (aspecto inmanente); y, correlativamente, el hombre vive, velis nolis, en el mundo desde su instalación en lenguajes (aspecto trascendente): El Ser‑ahí como ‘estar‑en‑el‑mundo’ via linguae: horizonte de posibilidades existenciales, vitales y experienciales abierto por la posición del Ser‑ahí en el ‘mundo’, cuyo ‘sistema de configuración’ necesariamente (es decir: todo posible ‘sistema de configuración’) tiene textura lingüística ‑al igual que el ‘sistema de configuración’ del Ser‑ahí como ‘yo’ e, incluso, como ‘ens transcendens‘ (mediante la apertura de ‘gramáticas de la paradoja’): facticidad necesaria constituyente y constitutiva de la esencia del Ser‑ahí.

 

                                   EPISTEMOLOGÍA  [FUNDAMENTOS]

 

 

 

XII. Reformulación de la pregunta por las condiciones formales de posibilidad del conocimiento: pregunta por su formación, su verdad y su verificación.

 

 

Se trata de llevar a cabo una retrotracción de la pregunta epistemológica kantiana a sus aspectos fundamentales.[90] El problema de Kant era que daba por supuesta la veracidad (necesidad, universalidad) de ciertos conocimientos científicos. Es menester efectuar una suspensión de este presupuesto, el de la posibilidad de verdad del conocimiento, para alcanzar una radicalización fructífera de la pregunta por las condiciones trascendentales de la posibilidad del conocimiento.

 

Una vez suspendido el presupuesto de la veracidad, encontramos que el conocimiento humano se nos presenta conformado en tres aspectos o dimensiones analíticamente diferenciables: su formación, su verdad y su verificación. Sólo a través de la constitución positiva de estos tres aspectos puede concebirse un ‘conocimiento’ que merezca su nombre, es decir, que responda a la exigencia filosófica implícita en su concepto. Pero no debe olvidarse que la producción efectiva de un ‘conocimiento’ en sentido estricto queda siempre en tela de juicio, por más que quizá sea posible trazar el recorrido, por así decirlo, de su posibilidad. Es posible que lo esencial de toda esta investigación lo constituya un cierto impulso en pro del avance hacia un nuevo concepto del ‘conocimiento’: un concepto más dinámico, más flexible, más limitado y en virtud de su limitación más poderoso; un conocimiento cuya verdad estribe en una tensión constante y viva, manifiesta en la forma de flujos y reflujos, entre las respectivas categorías ontológicas, orgánicamente entretejidas, de la ‘posibilidad’, la ‘potencialidad’ y la ‘realidad’.

 

En consonancia con los tres aspectos formales puros del conocimiento, la pregunta por las condiciones posibilitadoras del conocimiento se desmembra en tres preguntas epistemológicas, respectivamente relativas a los mencionados aspectos:

 

1) La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la formación del conocimiento.

2) La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la verdad del conocimiento.

3) La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la verificación del conocimiento.

 

Vayamos a la primera.

 

 

XII.1. La pregunta por la formación del conocimiento

 

[Las condiciones categoriales epistémicas (trascendentes y trascendentales, ideales y formales) de la formación del conocimiento: El ‘yo’ y la ‘realidad’ -o, más correctamente, las tres personas gramaticales: el ‘soy’, el ‘es’ y el ‘eres’, puntos de referencia -respectivamente interno, externo y sintético o de comunión- necesarios del conocimiento.  La tempo-espacialidad, estructura formal de las formas epistémicas a priori (‘yo’ y ‘realidad’).]

 

La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la formación del conocimiento reviste la forma de una reducción epistemológica, entendiendo por ‘reducción epistemológica’ la eliminación de todo aquello que pueda pensarse innecesario para la formación o constitución del conocimiento humano, tal como éste se constituye de hecho. (Esta reducción es ‘epistemológica’ porque versa sobre las condiciones formales constitutivas del conocimiento, sin preguntarse en absoluto por sus contenidos concretos.) Dicha pregunta puede, entonces, formularse más o menos como sigue: ¿Cómo es posible que haya conocimiento humano, en la forma en que éste se produce de hecho (independientemente de que sea verdadero o falso)?

 

Antes de responder, insistiré en la radicalidad de esta pregunta: no se identifica, ni mucho menos, con la célebre pregunta kantiana por las condiciones de posibilidad del conocimiento (aunque procede de ella). En esta pregunta se presupone ya, según hemos advertido, la posible veracidad de dicho conocimiento. Aquí, por el contrario, no se presupone nada de esto. Se trata de averiguar las categorías a priori ‑si es que las hay‑ que posibilitan el hecho de que haya conocimiento ‑como producción humana‑. Simplemente, se toma el conocimiento humano ‑sea verdadero, falso, ni verdadero ni falso, o falso y verdadero…‑ y, a partir de este factum empírico, se pregunta qué condiciones trascendentales fundan ‑forman‑ la facultad del conocer humano (sea un conocer bueno o malo, fidedigno o traicionero, cierto o incierto… sea incluso un «conocer que nada conozco») y hacen posible, en consecuencia, los actos de conocimiento.

 

Respuesta: Para que se forme el conocimiento, es menester ‑es la condición sine qua non‑ que dicho conocimiento tenga una forma. La forma común a todo conocimiento que se produce de hecho consiste en que es posible entender esta producción como un «conozco algo«. Este enunciado tiene dos términos: el ‘soy‘ contenido en el «conozco», y el ‘algo‘ que se conoce. (Así pues, dos términos y una acción relativa: el conocer.) La ‘reducción epistemológica’ arroja como resultado, en virtud de lo anterior, dos instancias epistémicas ideales: el ‘yo’ y la ‘realidad’. Éstas son las categorías formales a priori de todo conocimiento posible.

 

De modo que la pregunta trascendental epistemológica «reduce» las condiciones de posibilidad de la constitución del conocimiento humano a dos instancias epistémicas ideales: el ‘yo’ y la ‘realidad’.[91]

 

Son ‘instancias’ ‑instancias trascendentales‑ porque no hay posibilidad de constituir conocimiento alguno si no se ‘insta’ a ellas ‑tanto a una como a la otra‑.

 

Son ‘ideales’ en un triple sentido:

 

‑En tanto que son «ideas» (nos referimos, por tanto, a el ‘yo’ y la ‘realidad’).

‑Porque no hay garantía alguna de que tales ideas sean, existan de hecho por sí mismas, como entidades subsistentes.

‑Porque su presencia formativa en todo conocimiento humano no es, a menudo, consciente.

 

‘Yo’ y ‘realidad’ son categorías paradójicas: porque, de una parte, son las categorías necesarias para la formación del conocimiento y, de otra, carecen de contenido determinado. Esto último no quiere decir que se trate de conceptos cuyo «relleno» se determine a posteriori, a través de fijaciones empíricas de hombres singulares; quiere decir que, en la medida en que son categorías necesarias, no son determinables ‑no admiten una definición precisa, puesto que carecen de contenido‑. Mientras que, a la inversa, en la medida en que se determinan, devienen conceptos contingentes de los que la constitución del conocimiento, en su producirse efectivo, puede tranquilamente prescindir.

 

Esta última doble observación ‑dos observaciones complementarias y correlativas‑ apunta a una característica esencial de las ideas del yo y de la realidad: tales ideas, en tanto categorías trascendentales a priori de la formación del conocimiento, son ideas puramente formales.

 

Si atendemos a algo que ya hemos mencionado antes, a saber: que estas categorías posibilitan la formación del conocimiento, y enlazamos esto al hecho de que ambas sean categorías formales, podremos afirmar seguidamente que las categorías puras del ‘yo’ y la ‘realidad’ constituyen la forma a priori de todo conocimiento humano posible ‑inclusive el conocimiento empíricamente determinado como conocimiento «formal»: lógica, matemáticas… Inclusive un hipotético conocimiento tan abstracto que pudiese prescindir, en su articulación y discurso, de toda referencia a la forma a priori de la intuición sensible (el espacio‑tiempo, intuición pura con‑formadora de todo objeto sensible percibido como tal, o principio trascendental de individuación).[92]

 

Definiciones de las categorías del ‘yo’ y la ‘realidad’ en su pura formalidad (de otro modo no pueden definirse): El ‘yo’ es el punto de referencia interno del pensamiento; la ‘realidad’, su punto de referencia externo.[93]

XII.2. La pregunta por la verdad del conocimiento.

 

 

     [Las condiciones categoriales epistemológicas de la verdad del conocimiento: el ‘sujeto’ y el ‘objeto’ de conocimiento. Relaciones recíprocas entre el sujeto y el objeto, determinantes de las posibles concepciones de la verdad. La ‘substancia’ y la ‘obstancia’ (conceptos que aluden al dinamismo y dinamicidad internos de la existencia que señalan), conceptos ontológicos correspondientes a estas categorías trascendentales de la verdad del conocimiento. Relaciones entre las categorías trascendentales epistémicas, las epistemológicas y las ontológicas. Trascendimiento óntico-ontológico del yo en el sujeto y la substancia, trascendimiento epistémico-epistemológico del sujeto y la substancia en el yo (el sujeto remite a y la substancia reclama un yo que articule el conocimiento). [¿? > Examinar a fondo todo esto]. Trascendimiento óntico-ontológico del objeto en la obstancia y la realidad, trascendimiento epistémico-epistemológico de la obstancia y la realidad en el objeto. [Ídem de ídem que con relaciones yo-sujeto-substancia.] Relaciones cruzadas entre los tres pares de conceptos trascendentales. [Ver hasta qué punto las relaciones de unos y otros elementos de los pares conceptuales son conjugables en una Síntesis y/o Esquema General Trascendental del Conocimiento.]]

 

La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad de la verdad del conocimiento, o reducción epistémica, puede formularse como sigue: ¿Cómo es posible, si es que lo es, que haya un conocimiento humano verdadero? (Esta pregunta es una ‘reducción epistémica’ en tanto que se interroga por condiciones, aunque no materiales, sí referentes al contenido, así de la cosa conocida, como de su conocimiento.) Se desdobla, por tanto, en dos preguntas:

 

¿Puede ser verdadero el conocimiento humano?

¿Cómo puede serlo?

(No se pregunta aquí, en cambio, si podemos o cómo podamos saber si es o no verdadero.)

 

La respuesta a la primera de estas preguntas depende de lo que entendamos por ‘verdad’. Puesto que «la verdad» sólo puede conceptualizarse como una relación de conformidad entre dos términos, el conocimiento y lo conocido, podemos entonces responder a la segunda pregunta afirmando que

 

Respuesta: La verdad del conocimiento sólo es posible mediante las categorías epistemológicas a priori de todo conocimiento: el sujeto y el objeto de conocimiento. Ello es así porque tales categorías son las condiciones de posibilidad del mismo concepto de verdad.

 

El objeto y el sujeto del conocimiento: Lo ‘arrojado delante’ del conocer y lo ‘yaciente debajo’ suyo: respectivamente origen y fundamento epistemológicos del conocimiento. Son categorías epistemológicas operativas de referencia flexible, sumamente variable (el sentido, en cambio, ya está ‘dado’ por la reducción: son categorías ‘epistemológicas’,[94] no ontológicas, éticas, ni estéticas).

 

La diferencia de planos ‑epistémico/epistemológico‑ indica que, si bien hay una cierta correlación entre la categoría del yo y la del sujeto, y la categoría de la realidad y la del objeto, ambos pares de conceptos no son en modo alguno idénticos, ni tan siquiera equiparables. Son cualitativamente diferentes, puesto que, entre otras cosas, las categorías epistémicas son puramente formales, mientras que las epistemológicas son potencialmente materiales: aunque, en sentido estrictamente epistemológico, el sujeto y el objeto constituyan la forma de la verdad del conocimiento, en la práctica tienen un contenido material, derivado, precisamente, de la relación estipulada entre ambos con vistas a la apertura de la posibilidad de verdad.

 

El juego de relaciones entre ‘yo’ y ‘realidad’, sujeto y objetos; entre ‘yo’ y sujeto, ‘realidad’ y objetos; entre ‘yo’ y objetos, ‘realidad’ y sujeto… De este juego complejo y abierto derivan la mayor parte de las doctrinas de la verdad.

 

La relación entre el concepto de ‘sujeto’ y la instancia necesaria del ‘yo’: el yo, en cuanto yo metafísico, nunca puede trascenderse (puesto que no existe ni puede ex‑sistir); pero sí puede trascenderse, y lo hace de continuo, en tanto se concibe como ‘sujeto’: soporte o fundamento del conocer.

 

El yo substancial no existe, pero para el ente humano su existencia se constituye en una ficción necesaria.

 

El yo se trasciende a sí mismo a través de su subjetividad. Cobran así sentido lo «chichones contra los límites del entendimiento»: cada nuevo choque supone ‑cuando el choque se produce por una enérgica y firme embestida‑ una expansión de tales límites del entendimiento.

 

El yo es un punto (es decir, una ficción) de posición variable ‑precisando: de posición necesariamente variable‑. Posición filosófico‑vital.

 

La trascendencia del yo en el sujeto es el movimiento de ida; para que esta incursión en los fundamentos del conocimiento se traduzca en ganancia efectiva de poder cognoscitivo (avance, por tanto, cualitativo ‑y no meramente cuantitativo‑ del conocimiento) es menester el movimiento de vuelta: pasaje del entendimiento por el filtro de la ineludible referencia al yo‑puro, retorno del pensamiento a la unidad aperceptiva del ‘yo pienso’. [Por este flanco, críticas a Heidegger, Gadamer.]

 

 

La relación entre el concepto de ‘objeto’ y la instancia necesaria de la ‘realidad’: El ‘objeto’, concepto más restringido que el concepto‑límite, difuso pero necesario como referencia, de ‘realidad’ (en la que se incluye el yo). Configuración objetivista de la realidad (necesidad de dicha configuración para la elaboración de teorías científicas y, en general, de todo el conocimiento).

 

 

XII.3. La pregunta por la verificación del conocimiento.

 

     [Las condiciones categoriales productivas  de la verificación del conocimiento: experiencia, producción y praxis. Relatividad mutua verdad/falsedad (relación inversamente proporcional > Polivalencia indeterminada del conocimiento: posibilidad de múltiples valores de verdad. La ‘verificación’ como el proceso activo por el cual se ‘verdaderiza’ o hace verdadero un conocimiento.]

 

 

                      Reflexiones suscitadas por una conversación acerca del

                           proyecto de trabajo En torno a la esencia de la verdad

 

 

  1. Sobre la distinción entre concepto y esencia de la verdad

 

Al hilo de la distinción entre ambas nociones, el ‘concepto’ y la ‘esencia’ de la verdad, García-Baró me achacaba el que, en última instancia, no parecía yo conocer bien en qué consistía lo que se entiende por ‘concepto ontológico’ de la verdad. El caso es que, desde mi perspectiva filosófica, semejante concepción de la verdad, su concepto ontológico, no es, en rigor, concebible. La tesis de la imposibilidad de una concepción ontológica de la verdad requiere una explicación.

 

Tradicionalmente, se entiende por ‘concepto ontológico’ de la verdad aquél que la identifica con una supuesta esencia primera o última de todas las cosas, fundamentadora, por tanto, de su ser, su ‘realidad’ y su ‘apariencia’. Pero esto no sería, en rigor, un ‘concepto ontológico’ de la verdad, sino una concepción meramente ‘óntica’, derivada, además, de una deficiente comprensión de la verdad como ‘fundamento de (el conocimiento de) todo lo que hay’. Semejante comprensión proviene, a su vez, de una injustificada -e injustificable- asimilación de la esencia de la verdad, a la verdad misma. Dicho de otro modo: si la verdad es posible, lo es gracias a la existencia de su esencia; pero de aquí no cabe deducir que dicha esencia sea, sin más, equiparable a la verdad misma (lo que ocurre de hecho en toda concepción ‘ontológica’ de la verdad).

 

Pero, en realidad, la razón decisiva por la que considero inconcebible un concepto ‘ontológico’ de la verdad consiste en que, a mi juicio, la ontología no constituye, en modo alguno, el campo discursivo de concepción y fundamentación de ‘la verdad’. La ontología viene a ocupar, por así decirlo, un territorio intermedio entre la pregunta por la verdad y la respuesta a dicha pregunta; y esta concepción de la ontología como zona de intermediación entre la pregunta y la respuesta acerca de la verdad tiene mucho que ver con el hecho de que a la ontología le corresponda el estudio de las esencias originarias, el estudio, por tanto, de la esencia de la verdad, y no de la verdad misma.

 

Para aclarar la posición y la función que la ontología tiene en mi proyecto de doctrina filosófica, conviene referir -y, esta vez, explicar- la forma discursiva en que se desarrolla dicho proyecto de doctrina en el libro II. En su plan de desarrollo la mística aparece como ‘principio y fin’ del discurso filosófico (pues el ‘epílogo’ es místico, al menos tanto como lo es el primer apartado); esto no es un capricho ni una vacua pretensión de ‘profundidad’ o ‘altura’, sino que responde a una sólida convicción: la idea de que, como motor (motus) operante del que arranca y al que tiende todo discurso filosófico (humano en general, tomado en sus últimas implicaciones y consecuencias), encontramos cierto sentimiento (ciertas convicciones o certezas racionalmente injustificables, puesto que trascienden, en su forma de acontecer, toda forma lógico-racional) que no es sino el producto de una experiencia mística, consciente o inconsciente: esa experiencia en cuyo contexto de perplejidad nos hacemos y buscamos respuesta a las preguntas de ‘¿Por qué existe el mundo?’, ‘¿Por qué la vida?’, ‘¿Por qué yo?’. La experiencia mística pues, en el principio y hacia el fin del discurso filosófico; lo que no quiere decir otra cosa que: la pretensión de sentido y validez (‘validez’ así de ‘válido’ como de ‘valor’) que entraña todo discurso filosófico. Lo cual, a su vez, puede expresarse de otra forma: la experiencia mística es una experiencia humana; pero no una experiencia humana cualquiera, sino la experiencia humana pura, es decir, la forma de toda experiencia humana: principio de experiencia del que brota y se hace posible toda experiencia de otro tipo (de modo semejante al que ‘el conocimiento’ es una ‘actividad’ humana, pero no una cualquiera, sino la ‘actividad pura’ o ‘forma de toda actividad’, y el lenguaje, la ‘producción pura’ o ‘forma de toda producción’). Pero la explicación de esta afirmación, que sin duda resulta en extremo chocante e injustificada, la pospongo para la segunda parte de este escrito, así por sus peculiares dificultades como por las importantes consecuencias que comporta para el desarrollo de mi doctrina.

 

La mística es, pues, el principio y el fin del discurso filosófico (cumple entonces, respecto de éste, una función teleológica; lo cual no significa, en absoluto, que la propia existencia de la que el discurso quiere dar cuenta tenga, a su vez y necesariamente, una estructura teleológica). No es de extrañar que, en el primero de los apartados básicos del Libro II, se añada entre corchetes al epígrafe «Mística» la precisión: «Anuncios»; pues no se trata, en este primer apartado, más que de hacer saber una serie de tesis en las que se ha de fundar todo el sistema, y que son el producto de una experiencia mística. Ahora bien: está claro que su origen (‘producto de una experiencia mística’), si bien puede dignificarlas a mis ojos personales, no las justifica ni fundamenta en absoluto; pero también es claro, por otra parte, que su contexto de justificación, fundamentación y validez excede el campo de la mera experiencia mística (si no fuera así, al hombre le bastaría sólo la mística para vivir; pero es evidente que de mística, pese a su calidad de alimento espiritual, no come el hombre). Por lo que el discurso filosófico, en el avance de su investigación de fundamentos, debe trascender a otro terreno.

 

Se llega entonces, como campo original de establecimiento de la forma lógico-discursiva (sobre la que se abre toda posibilidad de fundamentación y de los ‘fundamentos’ mismos), a la «Conceptología». Entiendo por tal, como su nombre claramente indica, la tarea de definición y desarrollo de conceptos fundamentales y, por extensión, el campo que le es propio a esa tarea. Que la conceptología no haya sido reconocida hasta ahora como área específica (actividad y campo) de la filosofía se debe a varios y distintos motivos, no siendo el menos importante de ellos el comprensible temor de todo filósofo a que los conceptos básicos que fundan y promueven su discurso se interpreten como meras concepciones subjetivas; es decir: los filósofos tienden a presentar sus conceptos fundamentales, bien como deducción, bien como expresión, de la supuesta ‘objetividad’, realidad’, ‘dimensión de verdad’ o ‘esencialidad’ de ‘lo que hay’. Esta tendencia puede esconder (pero, ojo, no tiene por qué hacerlo) un cierto temor, como ya he advertido, a que la exposición de la génesis psicológica de tales conceptos menoscabe en alguna medida el carácter objetivo, realista, verdadero, o esencial, con que tales conceptos, según la orientación filosófica de quien los defina y use, se presentan. Yo, sin embargo, no tengo este temor; lo cual no se debe a una desmedida arrogancia, o a la pretensión de haber dado en el clavo de una vez por todas, sino a la convicción de que dicho temor es completamente inútil, por cuanto la medida de verdad y validez de los conceptos fundamentales no es algo que quede abandonado al caprichoso arbitrio de todo aquél que se empeñe en filosofar, sino que, antes por el contrario, dicha medida de verdad y validez es algo que el paso del tiempo (y, muy especialmente, la praxis humana entretejida en la temporalidad) habrá de poner a prueba, velimus nolimus. Es por esto por lo que he creído conveniente no arrebatarle por más tiempo a la conceptología el lugar propio que en la investigación filosófica le corresponde, y que en mi proyecto de doctrina queda expresamente consignado. Pero este ‘lugar propio’ tampoco puede ir más allá de sí mismo; quiero decir con esto que, si bien a la conceptología le corresponde la definición y el desarrollo de los conceptos fundamentales, no le corresponde en absoluto, en cambio, la labor de justificación, fundamentación, validación y valoración de tales conceptos (en caso contrario, nos moveríamos entre las «cáscaras vacías» de la pura tautología; riesgo que, por otra parte, no es infrecuente, contra lo que pudiera pensarse: Kant, Hegel, Marx, Heidegger, Habermas… han bordeado peligrosamente en sus dicursos la construcción huera de lo puramente tautológico). Es por ello que el discurso filosófico debe trascenderse o remitirse, de nuevo, a otro terreno.

 

Se llega entonces a la ontología. Pero la ontología tampoco es, todavía, el campo propio de fundamentación de (la forma y el contenido de) el discurso filosófico y lo pretendido en él. La ontología, estudio del ser en cuanto ser, o del ente en cuanto ente (es decir, del ente en tanto ‘que es’, pues no otra cosa significa ‘ente’), se remite y circunscribe al campo de las esencias originarias. Estas esencias originarias no son necesarias en sentido formal, ni, por tanto, deducibles según procedimientos puramente lógicos; son necesarias, tan sólo, en el siguiente sentido: en el sentido de que, si no estuvieran presentes, como esencias esenciantes que esencian lo de este modo esenciado, no cabría entonces ‘verdad’ ni ‘conocimiento’ alguno, ni mucho menos la ‘reflexión’ sobre dicho conocimiento, o sobre el propio ‘ente que conoce’ (autorreflexión). La ontología, por consiguiente, debe limitarse (nada más y nada menos) al estudio y la consigna de semejantes ‘esencias originarias’ que se presentan como ‘facti trascendentales’, facticidades constituyentes merced a las cuales son posibles así la verdad como el conocimiento y su conocedor, en la forma en que precisamente son posibles, y no en cualquiera otra. No me detendré ahora, pues no lo veo en absoluto necesario, en la enumeración y el análisis de dichos facti, que por otra parte se efectúan en el capítulo «Ontología [Facticidades Constituyentes]».

 

Seguimos, por tanto, sin haber llegado al terreno de la fundamentación (fundamentación, ¿de qué? Fundamentación, cuando menos, de aquellos ‘anuncios’ que desde el campo de la mística se efectuaron; fundamentación, al hilo de estos anuncios, del conocimiento posible). Sólo llegamos a este terreno cuando, sin perder de vista la aportación de la ontología, enfocamos el problema desde el punto de vista epistemológico. Desde este punto de vista el ‘problema’ del discurso filosófico se perfila ya nítidamente como ‘problema del conocimiento’; sólo entonces, cuando lo que se cuestiona se configura en su aspecto propiamente epistemológico, es decir, como conocimiento posible, cobra pleno sentido la pretensión de justificación, fundamentación y validez. He afirmado, no obstante, que no debe perderse de vista la ‘aportación de la ontología’ al problema. Es menester aclarar algo más la relación mediante entre ontología y epistemología. El campo de la ontología es previo (más originario) al de la epistemología; pero no es, propiamente hablando, un campo de fundamentación, pues el discurso ontológico, considerado en sí mismo y sin referencia alguna a la cuestión y los intereses epistemológicos, no fundamenta absolutamente nada, sino que tan sólo refiere y remite a las ya mencionadas facticidades constituyentes. La ontología no es, pues, campo ni discurso de fundamentación; es, por así decirlo, el ‘suelo’ sobre el que descansa la posibilidad de la fundamentación del conocimiento. Sobre este suelo, aparece al fin la epistemología como la pregunta -con su consecuente tentativa de respuesta- por las condiciones trascendentales de posibilidad del conocimiento. No voy a entrar ahora en el modo cómo en mi proyecto de doctrina se desarrolla esta pregunta, por obra de una reformulación del planteamiento epistemológico kantiano. Sólo recordaré (porque de esto voy tratar con más detalle en la 2ª parte de este escrito) que el último tipo de categorías trascendentales del conocimiento, las que fundamentan la posibilidad de su verificación, remiten a la práctica de la experiencia productiva humana, que a su vez carece de sentido sin una referencia a la experiencia mística en cuyo contexto se pregunta por el origen y el destino de la existencia. Se cierra de este modo el círculo. Pero no es en modo alguno un círculo estéril; pues, aunque, desde un punto de vista estrictamente materialista, el trazado del círculo ‘deje todo como está’, precisamente quien lo traza no queda en absoluto como estaba, por la mediación, en el horizonte de la temporalidad, de su praxis reflexiva. El carácter de su ‘experiencia mística’ (la producción de esta experiencia, y sus productos) ya no será el mismo; y quién sabe adónde puede conducirle, entonces, la aventura de trazar un nuevo círculo…

 

  

  1. Sobre las condiciones de posibilidad de la verificación

                                                       del conocimiento

 

He afirmado ya que la pregunta kantiana por las condiciones trascendentales de la posibilidad del conocimiento objetivo abre, a mi juicio, la dirección correcta en la que debe desenvolverse la investigación epistemológica. Aprovecho ahora, asimismo, para comentar, muy de pasada, que el «giro lingüístico» del kantismo (Chomsky, Apel, Habermas) no resuelve en absoluto el problema epistemológico, es decir, no ofrece respuesta alguna a la pregunta kantiana: la observación de que las condiciones objetivas de la posibilidad del conocimiento sólo pueden establecerse por mediación de la intersubjetividad comunicante abierta en las sociedades efectivas no elimina ni la posibilidad ni la necesidad de una subjetividad trascendental en la que y para la cual se hagan válidas tales condiciones (por mucho que dicha subjetividad sólo se constituya en el lenguaje y la forma de vida social, mediante la comunicación intersubjetiva -tesis en la que, por otra parte, estoy enteramente de acuerdo).

 

He mencionado también que el defecto de Kant (defecto de radicalidad en la investigación, consecuencia de un exceso de confianza en el conocimiento humano) consiste en que da por presupuesta la posibilidad de la verdad del conocimiento humano, razón por la cual considera resuelto el problema de la fundamentación epistemológica con llevar a cabo la fundamentación de la forma del conocimiento objetivo (esto es, con asegurar que la forma del conocimiento objetivo es idéntica a la forma del objeto de toda experiencia poswible). Una vez que se torna explícito este presupuesto (es decir, el de la posibilidad de la verdad del conocimiento), y se pone en suspenso su validez y legitimidad, la pregunta por la posibilidad del conocimiento se trifurca en tres preguntas, que atienden a las posibilidades respectivas de la forma, la verdad y la verificación del conocimiento, los tres aspectos esenciales del conocimiento humano. La respuesta a cada una de estas tres preguntas ex‑pone a la luz de la reflexión tres tipos de categorías constituyentes del conocimiento, de cuya integración se deriva la posibilidad de una fundamentación última de la posibilidad del conocimiento. Tales tipos de categorías son, respectivamente: las categorías epistémicas (‘yo’ y ‘realidad’; son epistémicas porque atienden a la posibilidad de formación efectiva del conocimiento, prescindiendo de su pretensión de verdad o validez), las categorías epistemológicas (‘sujeto’ y ‘objeto’; epistemológicas porque, prescindiendo del modo en que se hace posible la formación del conocimiento, atienden a su posibilidad de verdad), y, finalmente, las que llamaré ahora, por primera vez, categorías ontológicas de la posibilidad del conocimiento (la ‘experiencia’ y la ‘producción’ efectuadas en la ‘praxis’).

 

En este punto, García-Baró me hacía una objeción ante la cual, en su momento, no pude por menos que estar de acuerdo. Consiste dicha objeción en observar una especie de injustificado salto cualitativo entre la deducción de las categorías epistémicas y epistemológicas, por un lado, y la deducción de las categorías ontológicas, por otro. En efecto, mientras que las primeras resultan ser categorías ideales puras, las últimas no parecen presentar, en modo alguno, este carácter. En tanto que aluden y apuntan a la práctica humana, se presentan como condiciones puramente materiales de la acción del hombre.

 

Expresado en otros términos: parece que la presente ecuación epistemológica ‘no funciona’; para que funcionase, o pudiera siquiera llegar a funcionar, debería arrojar como resultado tres pares de categorías o conceptos puros que, en su intercombinación, diesen cuenta de la forma pura del conocimiento (esto es: la forma de su formación, la forma de su verdad, y la forma de su verificación). Por consiguiente, la ecuación debe estar mal planteada. ¿O no?

 

Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que las condiciones de la posibilidad de verificación del conocimiento tienen que ser la experiencia (dimensión subjetiva) y la producción (dimensión objetiva) de la praxis humana, y no pueden ser otras. En consecuencia, si nos obstinamos en mantenerlas, pese a la objeción formulada, dos son las posibilidades de argumentación que me quedan.

 

(1) La pregunta por las condiciones trascendentales de posibilidad del conocimiento revela, en su responderse, que dichas condiciones no pueden establecerse sin el recurso a la materialidad concreta del conocimiento; es decir, que la forma del conocimiento sólo es determinable a partir de su materia, a la que nos remite en último término. Esta posibilidad, aunque rompa la total simetría de las partes del discurso y eche a perder la cristalina ‘pureza’ de su entera formalidad, no es en absoluto descabellada; máxime si uno sostiene, con Fichte, que la forma no es, en último término, distinta de la materia. A este respecto considero que, si bien es legítima y válida la distinción analítica entre ‘forma’ y ‘contenido’ del contenido, no lo es, en cambio, bajo ningún respecto, su separación; luego hay que negar la sentencia de Hume, según la cual «lo que es distinguible es separable». Yo sostengo, por el contrario, que, si bien todo lo separable es distinguible, no todo lo distinguible es separable: no cabe, en efecto, concebir una forma ideal independiente, en su pura idealidad, de las condiciones materiales en las que dicha forma se hace posible; y, viceversa, la materialidad concreta sólo se hace posible bajo determinadas (y determinantes) formas. Ahora bien: ésta es sólo una de las dos formas posibles de argumentación en defensa de la validez de mi deducción de categorías trascendentales. Y yo, personalmente, me decanto por la segunda, que a continuación paso a explicar.

 

(2) Existe la posibilidad de concebir la ‘experiencia’ y la ‘producción’ humanas en sentido categorial puro, es decir, no como experiencia y producción materiales, sino como formas de toda experiencia y producción posibles. Si esto fuese, en efecto, posible, desaparecería entonces el supuesto «salto cualitativo» arriba mencionado, por obra del cual se pone en peligro la validez del discurso entero. Ahora bien: ¿Cómo es esto posible, es decir, cómo es posible la concepción de la ‘experiencia’ y la ‘producción’ como categorías puras de la verificación del conocimiento?

 

Para poner de manifiesto semejante posibilidad, es necesario primero aclarar en qué sentido se habla aquí de «verificación»; es decir, cuál es el concepto de ‘verificación’ que aquí se pone en juego.

 

Entiendo la ‘veri‑ficación‘ en su sentido etimológico‑literal, es decir, designo con ella el proceso por el cual un conocimiento se hace verdadero, y no simplemente el proceso por el cual cual se comprueba la verdad de un conocimiento (‘verificación’ en sentido restringido, aplicable a la validación provisional de hipótesis científicas). Es evidente que este último concepto de la verficación da ya por supuesto qué sea eso de ‘la verdad’ de un conocimiento, mientras que el primero abre la posibilidad de problematizar el concepto mismo de ‘verdad’ y es, por tanto, mucho más radical.[95]

 

Queda ahora por ver en qué sentido puede hablarse de una ‘experiencia pura’ y de una ‘producción pura’. Pues bien: en la primera parte de este escrito se ha afirmado ya en qué consiste una ‘experiencia pura’, como forma de toda experiencia posible: dicha forma de la experiencia no es otra que la ‘experiencia mística‘. Justificar esta afirmación requiere, entre otras cosas, el desarrollo en profundidad de una fenomenología de la experiencia mística que aún no estoy en condiciones de efectuar. Baste aquí decir que la experiencia mística se resuelve en una perplejidad ante lo absoluto que, por su apertura a lo trascendente, promueve en todo caso caso el desarrollo de formas de superación de las limitaciones humanas, con lo cual se manifiesta como principio y fin (forma) de la experiencia en general humana.[96] Respecto a la posibilidad de una ‘producción pura’, o forma de toda producción posible, se presenta otro elemento fundamental de la constitución humana que, en el Apdo. VIII, se ha caracterizado ya, precisamente, como ‘forma de la producción humana’: El lenguaje.

 

¿Qué queda entonces, de la caracterización de ‘la experiencia’ y ‘la producción’ como categorías puras que condicionan la posibilidad de la verificación del conocimiento humano? Lo siguiente: Que la experiencia mística, formalidad de toda experiencia, y el lenguaje, formalidad de toda producción, son las categorías que hacen posible la verificación del conocimiento, en la praxis. Pero, ¿qué es, a su vez, esta ‘praxis’? Pues la praxis, concebida en su formalidad pura, no será otra cosa que aquello que, en el Apdo. VII, se ha definido ya, precisamente, como la ‘forma de toda actividad humana’: El conocimiento.

 

Pero, con esto, ¿no cerramos ‑encerramos‑ el círculo del discurso en una circularidad puramente tautológica? Es posible que así sea. En cualquier caso, no puedo ni debo aventurar ahora una respuesta precipitada a esta pregunta. Pero sí adelanto que una respuesta afirmativa no invalidaría automáticamente mi proyecto de discurso; pues el conocimiento humano evoluciona en gran medida, precisamente, a fuerza del desarrollo de tautologías y contradicciones. Esto requiere, a su vez, una explicación, que aquí será obligadamente breve e insatisfactoria. Gran parte de los discursos filosóficos (y no sólo filosóficos) de envergadura tienen, en último término, una forma última, bien tautológica, bien contradictoria. Sin embargo, la gran complejidad de tales discursos impide ver que dicha forma esencial es, en último término, tautológica o contradictoria. Es entonces, en el proceso de desarrollo de dichos discursos hasta sus implicaciones y consecuencias últimas, cuando se produce el avance y el enriquecimiento del conocimiento humano. Ahora bien: cuando se llega a los últimos pasos de tal desarrollo, es decir, cuando se han deducido ya las últimas implicaciones, cuando se le ha exprimido al discurso sus últimas gotas, entonces, el discurso se revela en su forma desnuda de mera tautología (Kant, Hegel) o contradicción (Nietzsche), y acaba tornándose estéril; o, no tanto estéril, como instigador del desarrollo de discursos alternativos.

 

 

 

XII.4. Sobre las condiciones de la posibilidad del conocimiento.

 

Los tres tipos de condiciones trascendentales de posibilidad del conocimiento son condiciones formales de la posibilidad de, respectivamente, la forma, la verdad y la verificación del conocimiento. Por ello pueden denominarse, respectivamente, condiciones formales, veritativas y productivas de la posibilidad del conocimiento. Otras posibilidades de enunciar o conceptuar estas categorías son: ‘Condiciones epistémicas, epistemológicas y ontológicas’; ‘Condiciones formales, teóricas y prácticas’.

 

                         PROYECCIÓN HACIA LA PRAXIS [PROYECTOS]

 

 

 

El progreso real del conocimiento filosófico [frente a Kuhn], a semejanza del científico y el técnico [frente a Cassirer], pero a distinto tempo de avance (mucho más lento, por discurrir en un nivel mucho más ‘de fondo’ ‑terreno de los fundamentos del ser, el existir y el conocer): expansión discreta en anillos discéntricos, por obra de saltos cualitativos en el, y del, pensamiento filosófico, saltos que son a su vez el producto de una síntesis, reconducción o reformulación epistemológica de la totalidad de los problemas filosóficos. Estos saltos originan una ampliación en el horizonte de expectativas filosóficas desde y sobre las que pensar, que condenan históricamente al fracaso a todo intento de retroceder a posiciones epistemológicas anteriores al nuevo horizonte, y ya superadas o trascendidas, por éste (vgr., el joven Wittgenstein con respecto a Kant).[97] Exactamente igual ocurre con las teorías científicas (así, salto cualitativo de la física moderna respecto a la clásica), a distinto ritmo y escala, pues el conocimiento en el ámbito de la filosofía se desenvuelve al ritmo lento propio de los ciclos y procesos originarios (metafísicos), en una escala fundamental.

 

La forma general del conocimiento: cultivo y desarrollo de las tautologías y las contradicciones como único método de avance y/o progreso en el conocimiento ontológico trascendental (y, probablemente, en todos los conocimientos).

 

Estudio historiográfico, fenomenológico y epistemológico de los conceptos claves de ‘imagen‘ y ‘representación‘. Diferencias entre la ‘imagen’ y la ‘representación’: la imagen es siempre representación, pero la representación no es siempre imagen (posibilidad de la ‘representación intelectual’ pura, ya apuntada por Descartes en sus contraobjeciones a Gassendi). Por otra parte, la imagen apunta a un substrato sensible. Sentido activo de la representación: la re-presentación alude al acto de presentación en que hace presencia lo presentado, re-presentado (imaginaria, conceptual o lingísticamente).[98] Fundamento ontológico de ambos conceptos, y fundamentación óntica de la existencia y el conocimiento derivada de ellos.

 

 

La época de la imagen del mundo: Análisis de esta época de la mano del ensayo de Heidegger. El mundo concebido como y constituido en ‘imagen’.

 

 

La época del mundo de la imagen: La imagen concebida como y constituida en ‘mundo’. Con el hiperdesarrollo de los medios de comunicación audiovisual (muy especial y señaladamente, el nacimiento y desarrollo hipertrófico y ultraacelerado de la televisión) la época de la imagen del mundo deviene época del mundo de la imagen. No es ésta una época esencialmente distinta a la anterior, sino un nuevo estadio de la misma época, pues ambas responden a una dinámica de desarrollo promovida por idéntica esencia. No hay, pues, una transformación esencial en la transición de una época a otra, no hay cambio esencial de épocas, sino que la época del mundo de la imagen es consecuencia directa y natural de la dinámica interna de desarrollo de la esencia de la época de la imagen del mundo. Ahora bien: aunque no haya una transformación esencial, sí se produce una transformación substancial en el paso de una a otra época. La transición entre ellas no es un continuum, sino que acontece mediante la aparición de un claro punto de inflexión: la invención de la televisión, por obra de la cual comienza el proceso de substancialización material de la imagen. Así pues, si bien ambas épocas son esencialmente una sola en diferentes estadios, substancialmente resultan ser épocas distintas. Del mundo concebido desde la metafísica como imagen se avanza a la imagen constituida en mundo. En un primer estadio, el mundo es concebido como imagen por el hombre, que representa y elabora: formalización de la imagen del mundo; en un segundo estadio, el mundo es constituido como imagen y en imágenes por el hombre: materialización del mundo de la imagen. La tecnología, al servicio de la concepción metafísica del mundo como imagen, produce de una forma sistemática (sistematizada en progresión geométrica) imágenes materiales, solidificadas, que pasan a constituirse en la textura objetiva y objética del mundo: las imágenes sustituyen a los objetos, convirtiéndose ellas mismas en los objetos: la imagen pierde su referencia objética y se concibe y configura como lo substancial del representar elaborador. Por todas partes aparecen síntomas inequívocos de este proceso de substancialización de la imagen. Uno de los síntomas esenciales es el hecho de que, ante cualquier crisis de alguna entidad empresarial humana, la pauta de valoración de la gravedad de dicha crisis la marca ‘el deterioro de la imagen’ de la entidad en cuestión; es un lugar común, en efecto, el afirmar o admitir que «lo peor de todo», «lo irreparable», es «el deterioro de la imagen», lo que acarrea sin duda «la pérdida de la credibilidad». De este modo, la condición sine qua non del éxito de cualquier empresa humana, y su mayor garantía, consiste en el ofrecimiento de ‘una buena imagen’; un ente o una entidad humana puede actualmente funcionar y desenvolver con éxito su empresa sin el debido rigor, la suficiente profesionalidad, o el exigible conocimiento de su medio, pero nunca sin «una buena imagen». El índice de degradación de una sociedad, un grupo o medio social, lo constituye la correspondiente degradación en la calidad de su imagen; pero, en realidad, ésta ya no constituye sólamente su índice, sino que se ha constituido también, de una forma inconsciente, o ingenuamente consciente, en la degradación social misma. En la época de la imagen del mundo, el subiectum substituye a la substantia como fundamento de medida y valoración del mundo y su conocer, y fundamento del mundo mismo en tanto que configurado y constituido por su medida y valoración (por su representación); en la creciente radicalización de esta época, o época del mundo de la imagen, el subiectum mismo es substituido por su imagen como la actual substantia: la imagen del sujeto, y con ella la imagen del mundo, es ahora la substancia del mundo, su medida y su valoración. Desde esta época se avanza a un tercer estadio, de consecuencias aún imprevisibles: La época de la imagen de la imagen: concebida la imagen como substancia o ‘lo substancial’, cada imagen exige de suyo nueva imagen que, a su vez, la imagine: proceso ad infinitum de pérdida -extravío- de la substancialidad de lo real en la substancialidad esquiva, aparente y huidera de lo imaginario, objetizado en solidificaciones materiales que se reproducen indefinida e incesantemente, en función de la conjunción de la esencia de la imagen con su concepción como ‘lo substancial’ del mundo. Se impone, entonces, un Análisis de la situación actual y por venir del mundo y su concepción a partir del concepto heideggeriano del «gigantismo», explicado primero conceptualmente, luego especificado en sus direcciones conceptuales o manifestaciones posibles, analizado en sus manifestaciones efectivas, y finalmente concretado en una manifestación esencial: la infografía, simbiosis de la informática y los medios audiovosuales, entendida como síntesis de las tendencias esenciales de la post-modernidad, y, por tanto, potencia fundamental y directora de ellas, a la vez que fenómeno‑señal (señalado y señalizador) que debe constituirse en objeto de interrogación y campo privilegiado de la posibilidad de respuesta de la Pregunta Filosófica. Las ‘realidades virtuales’, y las ‘virtualidades reales’: la humanidad ha avanzado de ‘la época de la imagen del mundo’ a ‘la época del mundo de la imagen’, y de ésta camina inexorablemente a ‘la época de la imagen de la imagen‘.[99]

 

De cara al futuro: posibilidad actual de (su)pervivencia (proyección, validez, valor, aplicaciones…) de la filosofía y la actividad filosófica: necesidad de revolucionarla. La nueva revolución epistemológica es exigida por los avances de la ‘revolución tecnológica‘, que vuelve sumamente difícil y complicada la asimilación filosófico-existencial del mundo en su forma actual y las formas de vida probables (co-respondientes a dicho mundo) que se aproximan. Tal revolución epistemológica implica un retroceso del discurso de fundamentación del decir, el obrar y el hacer -el conocer y el producir- a fundamentos más originarios que expliquen y configuren una posible unidad del conocimiento, el saber y los saberes en su estado (estancia) actual.[100] Concomitante transformación del método filosófico, los objetivos teóricos y los intereses prácticos del filosofar (filosofía y filósofos). Sobre la necesidad, posibilidad y diseño de un Nuevo Sistema de Philosophia. La necesaria incorporación a la filosofía de todos los medios y técnicas (e incluso ‘métodos’, como auxiliares de la metodología fundamental filosófica) al alcance actual de su mano, y muy especialmente los traídos por la revolución tecnológica: informática, telecomunicaciones (casi instantáneas), audiovisuales… también, técnicas y recursos periodísticos (entrevistas, reportajes…) y publicitarios (marketing). Necesidad, asimismo, de introducir en la actividad filosófica el trabajo en equipo y la figura del ‘productor‘ (bajo respectos similares y con funciones análogas a las del productor cinematográfico). Etc. etc.[101]

 

 

                                            EPÍLOGO [PRINCIPIO Y FIN]

 

 

 

                            Sobre la madre naturaleza y el sentido de la vida

[Fragmento del ensayo “Hacia un pensamiento paradójico”]

 

 

Cuántas veces los filósofos han depositado una ingenua, optimista e injustificada confianza en el siguiente argumento ‑que, como todo argumento ontológico, comienza por afirmar precisamente aquello que trata de probar‑: «La realidad debe con‑formarse al intelecto humano. Pues, si no fuera así, sería como si la naturaleza hubiera dispuesto en alguna de sus criaturas la necesidad fisiológica del hambre, sin proveerle al mismo tiempo de la posibilidad de alimentarse; lo que no conviene en absoluto a la portentosa sabiduría que la naturaleza revela en todas sus manifestaciones.» Pero, vamos a ver. En primer lugar, ¿dónde está escrito que la mater Natura sea «sabia»? ¿En sus «manifestaciones»? Es evidente que concluir la sabiduría de la naturaleza en base a sus manifestaciones no es la única lectura posible de tales manifestaciones; con el mismo derecho puede sostenerse, sobre esta base empírica, que la naturaleza es ciega, mema, caprichosa, carente de todo orden y designio racionales.[102]

 

Suponer una mayor o menor «inteligencia» en la naturaleza, atribuirle una mente privilegiada o concebirla oligofrénica, es incurrir en el más grosero de los antropomorfismos.

 

Pero, incluso aunque supusiéramos que la naturaleza es, en efecto, «sabia», no por ello quedaría automáticamente convalidado el susodicho argumento «filosófico»; pues, ¿acaso hay una implicación necesaria, como sostenía Sócrates, entre «sabiduría» y «bondad»? ¿El segundo de estos conceptos se contiene en el primero? O sea: Que la naturaleza sea «sabia», ¿significa que también tiene que ser «buena»?

 

¿No será la naturaleza, más bien, una pervertida, una enferma mental, una psicópata incurable, una entidad taimada? ¿No puede ser acaso una progenitora despiadada y cruel? Un análisis frío y sosegado del carácter del devenir natural inclina la balanza en favor de esta tesis antes que de su contraria: ¡Tantas especies animales inmoladas al sublime y sagrado proceso natural pomposamente denominado «la evolución»!  Y el animal auto‑situado en la cúspide de dicha evolución natural, ese pegote de barro con una pizca de divinidad… ¡Qué ridícula e impotente criatura, permanentemente insatisfecha, siempre in‑cierta de sus certezas! Más que los Señores del Cosmos, parecemos la broma pesada de un demiurgo cachondo, una jugarreta de mal gusto, el pus de un quiste de la creación.[103]

 

 

Ante el deleznable argumento filosófico puesto en cuestión, la única postura coherente con la razón es la postura escéptica. No se trata de que el hombre escéptico ‑el hombre perteneciente a la única estirpe digna de entre las que se cuentan en el gremio de los filósofos, a juicio de Nietzsche‑ ponga en entredicho que la naturaleza sea «sabia» o «buena»; lo que, con mayor radicalidad, se pregunta prioritariamente el escéptico, es qué sea eso de «la naturaleza». Pregunta cuya consecuente formulación des‑cubre que «eso» de la naturaleza no es más que un artificioso concepto con el que los humanos le conferimos unidad [104] a la enmarañada muchedumbre de vivencias que fluyen por esa válvula subjetiva que imaginamos necesariamente en la forma de un «yo» substancial. En rigurosa consecuencia con este descubrir la raigambre humano‑subjetiva de lo que convenimos en llamar «naturaleza» concluye el escético que el argumento filosófico sacado a la palestra tiene aproximadamente tanto valor epistemológico como el orondo principio antrópico; en efecto, igual en un caso que en el otro podemos dejarnos de disimulos y retóricas ingeniosas y enunciar directamente: «La realidad es tal y como la conocemos porque, simplemente, somos así de chulos; y encima tenemos un papá que se llama Dios (o Razón, o Espíritu Absoluto, o Proletariado, o Consenso, o…) y es el tío más fuerte y más listo del mundo.» (¿Cuándo Narciso se desenamorará de sí mismo? ‑Si llega ese fatídico momento, el hombre habrá dejado definitivamente de ser ‘humano’; entonces podremos chillar: «El hombre ha muerto; ¡Viva el super‑qué?».) [105]

 

La posición filosófica coherente con la emoción es, en cambio, la posición trágica. El hombre trágico se caracteriza por juzgar la realidad desde la perspectiva de la vida ‑su vida‑. En otras palabras: se caracteriza porque mide todo juicio o consideración sobre la realidad por su rasero estético; [106] y, desde el punto de vista estético, la cosmo‑visión más valiosa ‑más hermosa‑ es aquélla que interpreta al hombre, un tanto narcisistamente, como un ente grandioso en su pequeñez: «Estoy destinado a la perdición ‑clama el personaje trágico‑; pero no por ello voy a dejar de luchar: como el boxeador que jamás tira la toalla, como el toro de lidia que arremete mientras vive, así soy yo. Mi dramático empeño en vencer la Conjura En Mi Contra De Los Elementos Del Universo ‑conjura que se manifiesta, en su primera fase, en una especie de susurro concertado de todos esos malditos elementos que me anuncia: «No te vamos a permitir que realices tu Deseo de deseos: ¡Jamás llegarás a ser Dios!»‑ me eleva a la condición de Héroe, esto es, me otorga el derecho de proclamar mi superioridad moral sobre todo lo demás, de confirmar mi diferencia cualitativa con el resto de lo viviente.»

 

Si, preñado de este sentimiento trágico, uno se fuma un porro, o se dedica a cualquier otra actividad que lo faculte para reírse de sí mismo, se conjuga ironía con tragedia, razón con emoción; y aparece así la posibilidad de alumbrar el sentido tragicómico de la vida (sentido sin duda el más adecuado, si no para la vida en general, sí al menos para la vida humana en particular): El «baile sobre todas las cosas» que preconizaba Zaratustra el tentador: La carcajada que brota de enjugar el llanto. [107]

 

La respuesta a la pregunta ‘¿Adónde vamos?’ sólo puede encontrarse en la retrotracción hacia el origen: ‘¿De dónde venimos?’. [Venimos de ‘lo más allá’, aunque somos esencial y radicalmente distintos de ello.]

 

 

                                               Argumento antropológico

 

Lo esencial del drama humano puede formularse en el siguiente silogismo:

 

 

Lo impensable no puede pensarse.

El hombre piensa lo impensable.

 

Luego,

 

  1. a) El hombre está loco, o
  2. b) El hombre es de esencia divina, o
  3. c) Es un quiste del Caosmos, o
  4. d) No vale el principio de no contradicción:

estoy loco, soy Dios, chorreo pus…

 

Si pudiese demostrarse que las conclusiones  a, b y c son falsas, sólo nos quedaría d. Pero si d es verdadera, entonces a, b y c también pueden serlo -o no: a nuestra conveniencia y criterio.

 

 

¿Abajo el principio de no contradicción!

 

 

‘¿Quiénes somos?’ Esta pregunta no puede, en rigor, responderse desde una posición lógica (ni mucho menos ‘científica’); a lo sumo aventurarse desde una posición mística, en y mediante la gramática de la paradoja; y el resultado paradójico de esta aventura en pos de la respuesta a la pregunta absoluta y radical por nuestra ‘identidad’ nos sume en la perplejidad: ‘Somos los entes distintos a sí mismos‘. (Es ésta una aventuración que se afirma a sí misma negando su posibilidad -y en la medida en que, precisamente, la niega-.) Y es que, al preguntarnos desde la absoluta radicalidad por nuestra esencia, rozamos con la mirada intelectual ‘lo más allá’, que late en su fondo: se nubla entonces nuestra visión, se atrofia el sentido de la ‘vista intelectual’: queda la ceguera sapiente, similar a la de Edipo, quien, por no ver, se quemó después los ojos; y necesitó quemárselos para alcanzar a ‘ver’ en un sentido más profundo.

 

 

Desde la perplejidad, la mirada del hombre se vuelve sabia. Pero es una sabiduría amarga la suya: ‘deja todo como está’, no porque quiera hacerlo así, sino porque tampoco le es posible hacerlo de otra forma. La ‘conciencia de la Impotencia’ es la forma suprema de la sabiduría humana (‘Sólo sé que no sé nada’). Esta conciencia puede conducir a la desesperación trágica. Pero la tragedia, bien atemperada por la risa redentora del sentimiento cómico de la vida, puede a su vez abrir la esperanza, y ésta promueve entonces la asunción consciente y voluntaria de la impotencia como ‘capacidad de superación’: El gozo de la impotencia.

 

 

 

                                                             El Soñador

 

 

Llegará el momento y su lugar para la realización de cada sueño. Mas no todos se realizarán.

 

Unos porque no y otros porque no pueden realizarse. Estos últimos son los sueños de absoluto. Sueños que sólo pueden realizarse si el soñador es Dios, ens omnipotens.

 

En los sueños o ensoñaciones irrealizables la impotencia se hace consciente de sí misma y adviene el llanto: dolor y desconsuelo por este desgarramiento entre imaginación y realidad que deja entrever el fondo trágico de la existencia, latido trémulo, pálpito muriente, silencioso centro de gravedad de la vida -o más bien, del viviente que la vive.

 

No soy Dios, y por eso lo imposible no ocurre –no puede ocurrir.

 

Me jode y lloro. Después tallo mis lágrimas y las engarzo en espejismos que le ofrezcan un triste consuelo estético a la impotencia. El orgullo del vencido, la sangre purificadora de la herida en drama, la sabia tos de la vejez: contando historias al abrazo de la lumbre.

 

Espejos. La representación de la representación de la representación. El fabulador que fabula es él mismo fabulado y personaje de fábula. Todo espejos.

 

Contando cuentos, el cuentacuentos se olvida provisionalmente del abismo y llega por instantes pasajeros a la ausencia del vértigo: plenitud preñada de eternidad, bocanada de aliento divino.

 

La única forma de escurrir el bulto ante el abismo es contar historias, es decir, remedar -y a menudo remediar– al Creador de una forma u otra, en uno u otro lenguaje -porque renegamos de nuestra condición de creaturas, entidades finitas, limitadas y relativas, pero atravesadas por una fisura de absoluto: a fin de cuentas siempre la impotencia.

 

Si yo fuera Dios, si lo imposible ocurriese, si la realidad no tuviese límites para mis sueños…

 

Sin embargo, ¿podría entonces controlar mis sueños? ¿Acaso los controlo ahora?

 

¿Se puede respirar fuera de el aquí y ahora?

 

Cada vez estoy más convencido: el secreto de la sabiduría humana (no divina) se cifra en aceptar con alegría que no somos Dios: el hecho de no ser Dios, la alegría de vivir, el gozo de la impotencia.

 

La impotencia bien asumida deviene  potencia, -facultad de superación.

 

 

La ética, su manifestación histórico-moral, y su expresión mística, auténticos centros de gravedad de la vida humana.

 

 

  1. Wittgenstein, conclusión de su Conferencia sobre ética:

 

«Voy a describir la experiencia de asombro ante la existencia del mundo diciendo: es la experiencia de ver el mundo como un milagro. Me siento inclinado a decir que la expresión lingüística correcta del milagro de la existencia del mundo ‑a pesar de no ser una proposición en el lenguaje‑ es la existencia del lenguaje mismo. Pero entonces, ¿qué significa tener conciencia de este milagro en ciertos momentos y en otros no? Todo lo que he dicho al trasladar la expresión de lo milagroso de una expresión por medio del lenguaje a la expresión por la existencia del lenguaje, todo lo que he dicho con ello es, una vez más, que no podemos expresar lo que queremos expresar y que todo lo que decimos sobre lo absolutamente milagroso sigue careciendo de sentido.

 

(…) veo ahora que estas expresiones carentes de sentido [las expresiones éticas y religiosas] no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas era, precisamente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje significativo. Mi único propósito ‑y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión‑ es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado. La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría.» [108]

 

Lo que dice la ética no proporciona, en efecto, ningún tipo de conocimiento; pero sí aporta algo: la experiencia de lo místico. ‘Sinsentido’ no es lo mismo que ‘absurdo’ o ‘contrasentido’. A estos últimos se contrapone, de hecho, el sinsentido fructífero de la experiencia mística, que encuentra distintas aunque emparentadas expresiones en algunos textos, discursos y acciones.

 

 

 

 

 

 

Y, en fin: y todo lo que nos queda por hacer…

 

 

[1] Siguiendo a Heidegger, se entiende aquí la ‘doctrina’ de un pensador como ‘lo in-expresado por él en sus expresiones’ (Cfr. el ensayo «Doctrina de la verdad según Platón, en ídem, Univ. de Chile, 1953, trad. de García Bacca, p.113). La concepción de la esencia de la verdad «hace de ley inexpresada respecto de lo que el pensador expresamente dice» (Íd., p.127). El desvelamiento de una ‘doctrina de la verdad’ requiere la ex-posición discursiva de la posición epistemológica en que tal doctrina se sostiene, posición que determina y es determinada por un co‑implicante horizonte de expectativas filosóficas desde y sobre las que pensar. Por ‘posición epistemológica’ se entiende el establecimiento de una relación determinante (y, a su vez, conceptualmente determinada) entre el sujeto y el objeto de conocimiento en el conocimiento: relación esencial entre el conocer, el conocedor y lo conocido, que puede encontrarse explícitamente formulada o implícitamente supuesta en el discurso expreso del filósofo en cuestión.

 

[2] Estas tesis se comentarán en la forma más resumida y siplificada posible, puesto que se desarrollarán en profundidad en el libro II de la obra.

[3] Cfr. Filosofía Mística.

[4] A la existencia humana le es peculiar la posibilidad de actualizarse en modos inesenciales de existir; esta posibilidad está ya ‘puesta’ en y por la esencia humana, esencialmente paradójica.

[5] La fuga del pensamiento, por la gramática de la paradoja, del territorio de la racionalidad a las cumbres místicas; la fuga paralela del sentido del filosofar y de la vida misma, de la inmanencia lógica a la trascendencia anti-lógica de la mística.

[6] En tanto que historia de las concepciones filosóficas modernas y post-modernas del concepto de verdad, el Libro I de esta obra se configura como una historia de la filosofía, que a su vez presupone y apunta a una filosofía de la historia, constituyendo el Libro II, en tanto desarrollo de una nueva concepción filosófica de la verdad, la culminación y meta de ambas.

[7] En rigor, sólo a partir de Kant. El sistema filosófico kantiano señala la apertura de un horizonte de problemas y expectativas filosóficas en el que va a moverse, desde entonces, todo el pensamiento filosófico occidental. Desde este horizonte queda abierta la posibilidad de acceso a una nueva posición epistemológica que hace posible, a su vez, la modificación y ampliación de dicho horizonte. De esta nueva posición surgen las presentes tesis epistemológicas. Ahora bien, aplicar estas tesis a la investigación y exposición de discursos filosóficos anteriores a la filosofía kantiana (y anteriores también, claro está, al horizonte abierto por ella) supone violentar tales discursos, transformándolos al exigirles respuestas a preguntas que en ellos no estaban formuladas ni siquiera en la sombra o ímplicitamente. No se trata de que en estos discursos no haya conciencia del presente preguntar; es que tampoco está en ellos abierta su posibilidad.

[8] Como se verá con detalle en el Libro II, sección XII.1, ésta es una simplificación de la respuesta a la pregunta por la posibilidad de la formación del conocimiento: en lugar de las categorías ideales de el ‘yo’ y la ‘realidad’, resulta más correcto hablar de las categorías gramaticales fundamentales del ‘soy’, el ‘es’ y el ‘eres’. Esta última categoría señala la referencia al ‘tú’, instancia ideal sintética o de comunión entre las del ‘yo’ y la ‘realidad’ (el ‘tú’ se concibe como un ‘yo real’). El ‘tú’ es la categoría más problemática, y la que durante mayor tiempo ha permanecido en el olvido del pensamiento filosófico; y sin embargo, es probable que sea la categoría fundamental de las tres (característico de los fundamentos más originarios es su mayor permanencia histórica en la sombra de la suposición inconsciente, pues, al radicar a mayor profundidad ontológica, se tarda más tiempo en llegar hasta ellos y elevarlos a la luz de su desocultarse). Esta afirmación debe precisarse: el ‘tú’ no es, o no parece, desde luego, un punto de referencia necesario en la formación del conocimiento; pero posiblemente sea la condición de posibilidad de la constitución de los puntos de referencia interno (‘yo’) y externo (‘realidad’). Cambiando de tema, aprovecho asimismo esta llamada para consignar el hecho de que aquí se está hablando del ‘yo’ y la ‘realidad’, y no del yo y la realidad: esencial diferencia entre hablar de categorías ideales trascendentales (vacías de todo contenido material, pero necesarias como puntos constituyentes de referencia) y hablar de entidades supuestamente existentes (conceptos con contenido, y por ello mismo contingentes).

[9] Uso el término de ‘progreso’ sin connotación alguna de ‘mejoría’ o ‘perfeccionamiento’: progreso entendido, simplemente, como ‘marcha hacia delante’, en el sentido de que todo retroceso a posiciones anteriores a una ‘revolución del conocimiento’ esta condenado al fracaso histórico.

[10] Esta tesis apunta, por tanto, a una posible clasificación, configuración o estructuración de la totalidad del conocimiento humano en función de su grado de conexión con los fundamentos y condiciones originarios de su posibilidad -la posibilidad del conocimiento en general.

[11] Definiciones de la RAE, ed. de 1970.

[12] El símil adolece, no obstante, de un obvio error: un espejo físico siempre devuelve la imagen gemela de lo que ante él se coloca; esto es, una imagen, aunque igual, simétrica.

[13] Hecho éste que resultaría superfluo mencionar de no ser porque tantos y tantos filósofos han afirmado justamente lo contrario.

[14] Una explicación del problema del retroceso ad infinitum del conocimiento de la verdad del conocimiento se encuentra en La verdad y el tiempo, de García-Baró. Este filósofo arranca de una perspectiva Husserliana, y expone el mencionado problema desde la constitución del conocimiento en ‘juicios’, deduciendo lo que ocurre si, en la aprehensión de la verdad (o falsedad) del juicio, se concibe dicha aprehensión como un ‘acto de saber’ añadido a la aprehensión del juicio en cuanto tal: se emprendería entonces una remontada a lo infinito, que concluiría (o más bien, no concluiría nunca, propiamente hablando) en la tesis absurda de que, para comprender la verdad de un juicio, es precisa la realización simultánea de una serie infinita de actos de saber. Ahora bien: García-Baró decide, entonces, que la verdad no puede consistir en un ‘acto de saber’, sino en una «evidencia» revelada al conocedor por la «energeia» con que la cosa misma se le manifiesta, y ante la cual aquél no puede sino dar su asentimiento. (Cfr. pp.33-34). Nosotros, por el contrario, sólo podemos decidir, en el estadio actual de la investigación, que la verdad es inconocible -o, si se prefiere, que la comprensión de la verdad de un conocimiento no constituye, en sí misma, conocimiento alguno.

[15] Excepto el divino, en caso de que lo haya. Pero la verdad del conocimiento divino sería, conforme informaban los escolásticos, adaequatio rei ad intellectum -y no intellectus ad rem.

[16] «Lo que es distinguible es separable», Hume dixit, siguiendo en esto a Descartes, quien a su vez recoge la idea de la tradición escolástica. Esta idea es un lugar común de la filosofía moderna.

[17] Kant, en su Crítica de la Razón Pura, tiene siempre presente el doble aspecto, subjetivo y objetivo, de lo que él denomina el conocimiento trascendental (la deducción de las condiciones formales de posibilidad del conocimiento): cuando establece que las condiciones de la objetividad del conocimiento proceden de la subjetividad, tiene claro que estas condiciones lo son, tanto de un conocimiento objetivo, como de los propios objetos correspondientes a tal conocimiento: «las condiciones de posibilidad de la experiencia en general constituyen, a la vez, las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia» (Crítica de la razón pura, B 197, en Alfaguara 1989, p.196). Por otra parte, la coimplicación entre objetivación del sujeto y subjetivación del objeto guarda una estrecha conexión con la «acción recíproca», consignada por Heidegger en «La Época de la imagen del mundo», entre la creciente «objetización» del mundo y la exaltación del subjetivismo humano, fenómenos complementarios derivados, a juicio de este pensador, de la tendencia esencial de la metafísica moderna, la cual estipula la verdad, desde Descartes, como «certidumbre de la re-presentación» que se fabrica de las cosas el subiectum (quien sustituye a la substantia como fundamento del conocer, y de la realidad misma). Cfr. el ensayo citado, en Sendas perdidas, Losada. (Es necesario precisar que, en el contexto del mencionado ensayo, «objetización» no equivale a ‘objetivación’ sino, más bien, a ‘cosificación’.)

[18] En la filosofía occidental, el sujeto se compromete con el objeto de conocimiento, mediante una restricción de éste a la esfera de la experiencia posible. El conocimiento sólo podrá constituirse como tal a través de la experiencia o, al menos, de la posibilidad de experiencia. El quid de las investigaciones filosóficas estará entonces en las conceptualizaciones de la ‘experiencia’ y la noción de ‘intuición’ asociada a ella. De hecho, las divergencias filosóficas y epistemológicas de las distintas doctrinas filosóficas pueden entenderse a partir de sus diferentes concepciones de la experiencia y la intuición. Desde este punto de vista, cabe distinguir, en una primera diferenciación, dos posiciones epistemológicas básicas: la de los filósofos que admiten la posibilidad de intuiciones intelectuales (Platón, Agustín, Descartes, Fichte, Schelling, Hegel, Schopenhauer, Husserl…) y la de los que la niegan (Aristóteles, Tomás de Aquino, Locke, Berkeley, Hume, Kant, Nietzsche, Russell, Wittgenstein…); pero es necesario observar que esta contraposición deriva de conceptos diferentes así de la ‘intuición’ como de la ‘experiencia’.

[19] Trascendiente a la aparencialidad, incluso en el caso de que ‘el ser’, la esencia de las cosas, se postule como ‘fluencia pura’: Heráclito en oposición a Parménides.

[20] Cfr. Heidegger, nota 8 de la addenda a «La época de la imagen del mundo», en Sendas perdidas, Losada. Cfr. este ensayo, a su vez, con los textos de Los filósofos presocráticos y el diálogo platónico Protágoras, versiones españolas en Clásicos Gredos.

[21] «Lo correcto». Conocimiento correcto. El ‘co’ de correcto’ implica, si no la existencia, sí cuando menos la necesidad de un Patrón conforme al cual recti-ficar, enderezar, co-rregir, nuestro conocimiento. Según la doctrina platónica, este Patrón consistiría en unas supuestas Ideas que poseerían existencia substancial, independiente por tanto, no ya de quienes acceden a su conocimiento, sino también de las cosas mismas de las que son ideas. Accediendo, por la vía intelectual, a la ‘visión’ intelectiva de las Ideas, el hombre conoce la esencia de lo existente, en que ellas consisten, así como los entes mundanos (sensibles), que están constituidos mediante la participación de dichas Ideas. De Platón, cfr. sus Diálogos, especialmente el Libro VII de La República (el celebérrimo «símil de la Caverna»), así como el Teeteto y el Fedón.

[22] Metafísica, De anima.

[23] Sobre la filosofía medieval, cfr. obras fuente de los filósofos citados y, como obra básica de referencia, el clásico de Gilson La filosofía en la Edad Media.

[24] Sentencia que Protágoras esgrimía como justificación del relativismo absoluto del conocimiento y la convicción sofística de que un argumento vale tanto como su contrario; el valor del argumento, entonces, no reside tanto en sí mismo como en la argumentación: la retórica desplegada para persuadir a los interlocutores de su veracidad.

[25] Nicolás de Cusa, Montaigne, Giordano Bruno, Bacon, Kepler, Galileo. Ver Obras-fuente de estos pensadores. También, Cassirer, El problema del conocimiento en la filosofía y la ciencia modernas, y Heller, El Renacimiento, un alborear sin mañana.

[26] Meditationes de prima philosophia, Discours de la methòde, Regulae ad directionem ingenii.

[27] La radical novedad del pensamiento cartesiano, lo que supone un giro epistemológico hacia la subjetividad humana que hará época e historia en la filosofía occidental, no es el cogito, formulado ya por Agustín en los mismos términos y con tanta o mayor precisión conceptual, sino la posición fundamental en que sitúa aquél dentro del edificio del conocimiento: como piedra angular o «primer principio» suyo. Considérese la valoración que hace Hegel de la filosofía cartesiana, en sus Lecciones sobre la Historia de la Filosofía: «Con Descartes entramos… en una filosofía propia e independiente, que sabe que procede sustantivamente de la razón y que la conciencia de sí es un momento esencial de la verdad. Esta filosofía erigida sobre bases propias abandona totalmente el terreno de la teología filosofante, por lo menos en cuanto al principio, para situarse del otro lado… Este pensamiento que es para sí, esta cúspide más pura de la interioridad, se afirma y se hace fuerte como tal, relegando a segundo plano y rechazando como ilegítima la exterioridad muerta de la autoridad.» (FCE, 1977, p.252.)

[28] Considérense, a propósito del concepto clave de la conscientia y su fundamental importancia en la ontología subjetiva moderna, las siguientes palabras de Heidegger: «En la co-agitatio influye el representar de todo lo objético en el conjunto de lo representado. El ego del cogitare encuentra ahora su esencia en el conjunto, que se asegura a sí mismo, de lo representado, en la con-scientia. Ésta es la combinación representadora de lo objético con el hombre representador en el ámbito de lo representado que éste guarda. Todo lo presente recibe de ella el sentido y modo de su presencia, a saber, el de presencia en la repraesentatio. La con-scientia del ego como subiectum de la coagitatio determina, a título de subjetividad del sujeto así distinguido, el ser de lo existente. Las Meditationes de prima philosophia dan el anticipo para la ontología del subiectum a base de la perspectiva de la subjetividad determinada como conscientia. El hombre se ha convertido en subiectum. De ahí que, según lo que quiera y comprenda para sí, puede determinar y cumplir la esencia de la subjetividad.» (Sendas perdidas, n.9 de la Addenda a «La época de la imagen del mundo», p.97 en la ed. española de Losada, 1979, trad. de Rovira Armengol.)

[29] Prueba indirecta de la inscripción del empirismo en el racionalismo es el hecho de que la conclusión de Hume respecto a la incapacidad de la razón para establecer leyes universales y válidas de conocimiento lo aboque inapelablemente al escepticismo: el escepticismo es la única actitud filosófica coherente con la citada conclusión precisamente en tanto que se sobreentienda que la razón es el único medio de conocimiento propiamente dicho.

[30] Que este postulado puede conducir a conclusiones epistemológicas no ya distintas, sino encontradas e incluso opuestas, se demuestra palmariamente en la comparación de las doctrinas filosóficas de Locke, Berkeley y Hume. Estas doctrinas, aunque arranquen de un postulado común, son discurridas desde posiciones epistemológicas diferentes.

[31] Consultar obras fuente de los filósofos citados, así racionalistas como empiristas. Como marco básico de referencia, El problema del conocimiento en la filosofía y la ciencia modernas, de Cassirer, en FCE.

[32] Hume denomina impresiones a «todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma», e ideas a «las imágenes débiles de las impresiones, cuando pensamos y razonamos». (Comienzo del Tratado de la naturaleza humana, Libro I, parte 10; trad. española de Félix Duque en la Editora Nacional y Orbis.) Obsérvese que Locke llamaba «ideas» a todos los conocimientos que conocemos.

[33] Cfr. El problema del conocimiento en la filosofía y la ciencia modernas, de Cassirer, en el FCE., libro V, cap. 5.

[34] Es fundamental tener en cuenta que ante Kant la ciencia física desfila ya con paso (aparentemente) firme y poderoso.

[35] Cfr. Heidegger, «La tesis de Kant sobre el ser», en )Qué es metafísica? y otros ensayos, ed. S.XX, trad. de Zubiri, p.148: «…la restricción del uso del entendimiento a la experiencia abre la vía a una determinación esencial más originaria del entendimiento mismo».

[36] Puesto que Kant restringe el conocimiento al campo de la experiencia posible, ‘objeto de experiencia’ viene a ser expresión equivalente a ‘objeto de conocimiento’: «Todos nuestros conocimientos residen en la experiencia posible tomada en su conjunto» (Crítica de la razón pura -KrV-, B 185; se cita en todos los casos la trad. de Pedro Ribas, en Alfaguara). Kant ofrece, en numerosos textos, una clara explicación de porqué el conocimiento debe circunscribirse a la esfera de la experiencia posible. Cfr., por ejemplo, el parágrafo 49 de los Prolegómenos: «Nada tenemos que ver con otros objetos que los que pertenecen a una posible experiencia, precisamente porque no se nos dan en ninguna experiencia y, por consiguiente, no son nada para nosotros.» Por otra parte, respecto a la afirmación de que las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia lo son a la vez de la experiencia de los objetos, Kant es inequívoco: «las condiciones de posibilidad de la experiencia en general constituyen, a la vez, las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia» (KrV, B 197).

[37] Cfr. B 82-87.

[38] De modo que Kant salvaguarda la posibilidad de verdad del conocimiento humano a costa de alterar el concepto de «realidad»: reduce su status ontológico, de realidad absoluta -perspectiva de la metafísica racionalista-, a realidad relativa, -relativa a la subjetividad trascendental humana desde la que todo sujeto humano la conoce, puede conocerla-. Kant, al estipular la identidad de la forma del conocimiento objetivo y el objeto conocible, le guarda las espaldas a la posibilidad de un conocimiento verdadero. En efecto, se puede negar la veracidad de un conocimiento referido al objeto en sí; o, en cualquier caso, siempre puede argumentarse que semejante veracidad no es susceptible de ser probada ni, menos aún, comprobada (puesto que, por principio, tal objeto no es susceptible de experiencia posible, en tanto que se estipula, precisamente, independiente de toda posible experiencia). Mas, ¿cómo dudar de la veracidad de un conocimiento que informa sobre el objeto tal cual lo conocemos? No es extraño que Nietzsche apodara a Kant «el viejo zorro» (Más allá del bien y del mal), y Henry Miller lo llamara «el Precavido» (Trópico de Capricornio);  pues la identidad formal del conocimiento con su objeto pone de manifiesto que la estructura discursiva de la KrV es, en último término, una estructura tautológica. En efecto: la KrV es, en cuanto a su forma argumental, una descomunal y complejísima tautología.

[39] Kant tendrá que efectuar el tránsito desde la razón pura a la razón práctica para llegar al postulado del sujeto numénico -fin en sí mismo-, como exigencia de la ley moral.

[40] Pues el hipocentro está situado en el campo ontológico, a su vez expresión ex-sistencial de una doctrina ético-estética: el interés político-moral, interradicado con el sentido estético de la vida, viene a ser, a fin de cuentas, principio y fin de todo discurso filosófico. Pero esto no debe desdibujar la afirmación precedente: que la epistemología se constituye, a partir de kant, en el lugar propio de tematización de la problemática metafísica lo prueba el hecho de que, durante el siglo siguiente a su obra, la tradición filosófica alemana (la tradición preponderante en Occidente desde un punto de vista estrictamente ‘metafísico’) conceptualizará y debatirá las relaciones entre el conocimiento y la realidad en términos de relaciones entre el sujeto y el objeto de conocimiento (Fichte, Schelling, Hegel, Schopenhauer).

[41] Considérense los títulos de dos obras póstumas de Hegel, recogidas a partir de sus lecciones: las Lecciones sobre la historia de la filosofía y las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal.

[42] Fichte, Schelling, Hegel, sustituyen la «concordancia» por una «identidad» esencial, en la que la libertad de la conciencia pensante abre el horizonte de su objetivación substancial y autodespliegue existencial; las diatribas de Nietzsche contra la fórmula de una supuesta concordancia entre el conocimiento y lo conocido son coletazos póstumos, la acusación de su rigor mortis.

[43] KrV, A 251-252: «…tiene que corresponder al fenómeno algo que no sea en sí mismo fenómeno. La razón se halla en que éste no puede ser nada por sí mismo, fuera de nuestro modo de representación. Consiguientemente, si no queremos permanecer en un cículo constante, la palabra fenómeno hará referencia a algo cuya representación inmediata es sensible, pero que en sí mismo (prescindiendo incluso de la naturaleza de nuestra sensibilidad, base de la forma de nuestra intuición) tiene que ser algo, es decir, un objeto independiente de la sensibilidad.»

[44] KrV, B 310-311/A 255: «Así, pues, el concepto de númeno [cosa en sí] no es más que un concepto límite destinado a poner coto a las pretensiones de la sensibilidad. No posee, por tanto, más que una aplicación negativa. Aun así, aun teniendo en cuenta que el númeno no puede establecer nada positivo fuera del dominio de la sensibilidad, no se trata de una ficción arbitraria, sino que se halla ligado a la limitación de la misma.»

[45] Segunda introducción a la teoría de la ciencia, 6, comienzo. (Trad. de José Gaos en Alianza.) Fichte, sin embargo, precisa que su teoría «contiene el mismo modo de ver el asunto, pero… es en su modo de proceder totalmente independiente de la exposición kantiana» («Advertencia preliminar» a su Primera introducción a la teoría de la ciencia).

[46] Primera introducción…, 3. El fundamento primitivo de la experiencia necesariamente cae fuera de ella, pues, por esencia, principio y definición, el fundamento «cae fuera de lo fundado». Cfr, vgr., la Primera introducción…, 2.

[47] Ob.cit., 1.

[48] Primera introducción, 5.

[49] Para Kant, «trascendental» es «todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori» (KrV, A 11/B 25). El propio concepto de ‘objeto’, y el correlativo de ‘sujeto’, han de ser trascendentales, puesto que no se fundan en la experiencia, sino que, antes bien, la hacen posible.

[50] Cfr. la Segunda introducción, 6. La argumentación de Fichte es similar a la citada de Simmel.

[51] «Ensayo de una nueva exposición de la doctrina de la ciencia», en Introducciones a la doctrina de la ciencia, Tecnos 1987, trad. de Quintana Cabanas, p.116.

[52] «Nosotros sabemos bien que la cosa surge en realidad por un actuar según estas leyes [las leyes de la actividad en que consiste la inteligencia pura o yoidad], que la cosa no es absolutamente nada más que todas estas relaciones unificadas por la imaginación y que todas estas relaciones juntas son la cosa. El objeto es en realidad la síntesis primitiva de todos esos conceptos. La forma y la materia no son distintas partes. La total conformación es la materia y únicamente en el análisis encontramos formas aisladas.» Primera introd., 7.

[53] «En la teoría de la ciencia… es la razón lo único en sí y la individualidad sólo accidental; la razón, fin, y la personalidad, medio; la personalidad, sólo un modo particular de expresar la razón, que tiene que perderse cada vez más en la forma universal de ésta. Sólo la razón es para ella eterna; la individualidad debe perecer incesantemente.» Segunda introd., 9.

[54] Cassirer, El problema del conocimiento, t.III, p.511.

[55] Cassirer, ob.cit., pp.499-500.

[56] Cfr. heidegger, Doctrina de la verdad según Platón, ed.cit., pp.150-151.

[57] Cfr. Nietzsche, su «Introducción teorética sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral», en El libro del filósofo, Taurus, p.88.

[58] «Vivimos en una sociedad que marcha en gran parte «por la verdad», quiero decir que produce y pone en circulación discursos que cumplen función de verdad, que pasan por tal y que encierran gracias a ello poderes específicos.» Un diálogo sobre el poder. Es muy importante también su lúcida constatación de que todo el pensamiento filosófico del s. XX está gobernado por el empeño en «pensar lo impensable».

[59] Buscar información y fuentes textuales, origen y desarrollo histórico en La transformación de la filosofía de Apel, entre otras obras.

[60] Ver las Investigaciones lógicas y La crisis de las ciencias europeas, la lección de filosofía de Zubiri, La verdad y el tiempo de García-Baró, etc.

[61] «De la esencia de la verdad», en ¿Qué es metafísica? y otros ensayos, s. XX, trad. de Zubiri, p.122. Sobre la doctrina de Heidegger, cfr. asimismo El Ser y el Tiempo, Sendas perdidas, Doctrina de la verdad según Platón, etc. También El camino del pensar en M. Heidegger, de Pöggeler.

[62] Mediante el arraigamiento onto-epistemo-lógico-lingüístico de la subjetividad humana en el ser y sus posibilidades (potencialmente accesible en la pregunta por su sentido: la respuesta se encuentra en la formulación adecuada de la pregunta. Cfr. con la Introducción a El Ser y el Tiempo.)

[63] Merece destacarse el hecho de que la «forma lógica» atribuida por el autor del Tractatus al mundo y al lenguaje no es en absoluto, como frecuentemente se pretende, otro ‘supuesto’ de esta obra; la forma lógica del hecho y la proposición es ya una tesis derivada de los dos supuestos fundamentales: la existencia de objetos absolutamente simples en la realidad, y, paralelamente, la presencia de ‘elementos simples’ (correlativos a los objetos) en el pensamiento, que se nombrarían mediante signos simples. Que la forma lógica del mundo es ya un derivado de su primer supuesto se muestra en la definición de ‘forma’ que ofrece Wittgenstein: la forma es «la posibilidad de la estructura», y la estructura no es otra cosa que «el modo y manera como se interrelacionan los elementos» de aquello de que es estructura. La forma de los hechos se deriva de la forma de los objetos; ésta última es su «posibilidad de ocurrencia», esto es, su poder ocurrir en unas u otras situaciones -pero no en todas- y en combinación con unos u otros objetos -pero no con todos-. La combinación de las formas de los objetos que forman un hecho arrojará como resultado la posibilidad de su estructura, su forma o estructura posible. La «forma lógica» del Tractatus no es, por tanto, la expresión de un exacerbado logicismo; «forma lógica» dice aquí tanto como «forma» a secas: si la forma no fuera lógica, no habría forma alguna en la realidad.

[64] Es curiosa la similitud, incluso analogía, entre el ‘sentido del mundo sin ley (lógica)’ de las coordenadas epistemológicas del joven Wittgenstein y el ‘sentido del mundo sin ley (política)’ de los EEUU ‘años 20 en el que se mueven aquellos pétreos detectives, en el fondo caballeros andantes de armadura en forma de gabardina con bulto en la sobaquera, que la novela y el cine negro estadounidenses hicieran tan famosos. Estos detectives, hechos de pedernal pero con un fondo humano y sentimental, y un trasfondo moral y justiciero, se mostraban enemigos de todo ‘parloteo moralista’, en tanto que dicho parloteo carecía de sentido en una situación histórica donde la ley era la trampa y la trampa a menudo la ley, y donde los ‘valores morales’ eran sistemáticamente pervertidos y manipulados -prostituidos- al servicio de intereses corruptos y, frecuentemente, despiadados. De modo semejante, Wittgenstein rehúye toda incursión discursiva en la ‘charlatanería moralista’ que tanto le sacaba de quicio. Su actitud obedece a unos motivos filosóficos profundos y fundamentales para cuya exposición no es éste el momento adecuado. Asimismo, la analogía con la ética muda y eficiente del detective americano no es, como pudiera parecer a simple vista, un paralelismo trivial o superficial: el detective americano constituye de hecho la encarnación paradigmática de los ideales morales de Wittgenstein. Uno y otro vivieron el mismo momento histórico, aunque en diferentes lugares; pero en esta época el mundo humano se había convertido ya en un todo cuyas partes estaban en estrecha interconexión, en recíproca interdependencia; y, por otra parte… ¿Es pura casualidad la circunstancia de que Wittgenstein devorase, con devoción y asiduidad declaradas, revistas de relatos detectivescos importadas de EE UU? Trataré este tema con profundidad y en detalle en un ensayo que vengo preparando de tiempo acá, titulado La taciturna moral de Wittgenstein y el detective americano.

[65] Kuhn en filosofía de la ciencia –La estructura de las revoluciones científicas-, Apel en su Transformación de la filosofía, por citar dos ejemplos.

[66] Repensar  exhaustivamente, deducir implicaciones filosóficas (onto-epistemológicas) y terminológicas. Ver, entre otros, Gilson, El ser y la esencia.

[67] Observar el carácter contradictorio de estas definiciones, explicarlo en la medida de lo explicable.

[68] Hay que distinguir entre los ‘momentos estructurales’ del conocimiento y sus ‘aspectos estructurales’. Los momentos estructurales son los momentos constituyentes del conocimiento (origen, existencia y constitución de su posibilidad), mientras que los ‘aspectos estructurales’ son sus elementos formales (fundamento y forma de su posibilidad).

[69] De pondus, peso; término cuya raíz, no casualmente, es la misma que la de pendére. Etimológicamente, pensar equivale a pesar; el pensamiento viene a ser, entonces, pesaje, medida, pesamiento; pero no sólo esto: el pensamiento es también peso en sí mismo. El pensamiento es el peso de la conciencia en el yo, la fuerza de gravedad que comprime éste a aquélla.

[70] Entre las tres expresiones que he utilizado para designar este cuarto y último (definitivo, más bien) momento he subrayado precisamente la «intelección» porque de algún modo presupone en su concepto la acción de los tres momentos precedentes. «Intelección», en su uso corriente, no es otra cosa que «la acción y el efecto de entender», tomado este verbo ahora, asimismo, en su acepción corriente. Queda así sintetizado el doble movimiento dentro‑fuera / fuera‑dentro: la tensión del conocedor hacia lo‑por‑conocer culmina en la extensión de lo‑ya‑conocido sobre el conocedor.

[71] El análisis que se ha llevado a cabo es el de los momentos estructurales constituyentes del conocimiento. Queda pendiente el análisis de los aspectos estructurales con‑formadores del conocimiento: su forma, su verdad y su verificación.

[72] Un concepto, éste del conocer, que en su nacimiento verbal ‑cum, noscere‑ carece de metáfora sensoperceptiva que facilite su comprensión. Lo cual, visto por otro lado, puede entenderse como corroboración indirecta de la tesis de que el conocimiento constituye la forma de toda actividad humana: en tanto forma pura de la actividad, carece de intuición sensible, a diferencia de las actividades concretas.

[73] Los dos primeros usados habitualmente como sinónimos, los dos últimos identificados a menudo con el conocer; su mérito consiste en remitir la representación de lo que el conocimiento sea a una referencia imaginaria.

[74] Desde luego, sería absurdo el enredarse en cuestiones terminológicas a este respecto. De tal manera que, si ello satisface o tranquiliza al lector, nada opongo a la sustitución del término ‘comprensión’ (=apropiación provisional, preparatoria) por el de ‘precomprensión’, y el consiguiente desplazamiento del primero para ocupar el lugar de ‘intelección’. (Así pues, si se quiere: intención, precomprensión, juicio y comprensión.)

[75] Este ensayo, inédito, data de Agosto de 1992.

[76] Incluso esa cosa meta‑física que concebimos como «el todo» tiende a funcionar sígnicamente; esta tendencia explica en parte por qué semejante concepto, al ser investigado en sus implicaciones, conduce a irresolubles antinomias.

[77] Este factum existentiae está esencialmente conectado con el factum originarium de la existencia humana en forma de con‑ciencia. En realidad, ambos facti trascendentales constituyen el anverso (social, tratándose del lenguaje) y el reverso (personal, en el caso de la conciencia) de la moneda de la especie humana. Cfr. supra, apdo. X.

[78] Con razón pudo testimoniarse, a propósito del Hijo del Hombre (y de la humanidad entera, implicada en Él), que «En el Principio era el Lógos«.

[79] Téngase en cuenta que, en el concepto de «entendederas», en el sentido amplio en el que aquí lo concibo, viene ya implicada toda posibilidad de praxis realizadora; este concepto, usado de esta manera, se acerca al concepto de «comprensión» según es definido y empleado por Gadamer (Verdad y Método), quien a su vez lo toma de Heidegger (Ser y Tiempo).

[80] Ahí donde «quepa» una pregunta, el filósofo, impertinente así vocacional como profesional, está en la obligación de formularla.

[81] Una observación: que a esta pregunta haya que responder afirmativamente, es algo indemostrable. El «‑Sí, esto es lo que ocurre de hecho» no es aquí la consecuencia de un proceso deductivo, el último eslabón de una cadena de inferencias, la conclusión necesaria de un razonamiento apodíctico; no, no, no, no se trata de esto, sino, antes bien, de un juicio conjetural basado en mi experiencia subjetiva. Sólo le pido al lector que reflexione sobre las cosas que se le pasan por la cabeza, y considere si no es cierto que todas ellas se comportan de hecho como signos; esto es, que su significado no se circunscribe a su desnuda coseidad ‑sino que, por el contrario, entronca con otras cosas (cuyo significado, a su vez, entronca con otras cosas… ad infinitum): cada ‘cosa’ envía al intelecto, siempre y necesariamente, más allá de sí misma (lo cual se debe a la peculiar constitución dis‑positiva del intelecto humano).

[82] Es una cuestión insoluble, ya que no puede dirimirse definitivamente. En realidad, es cuestión ‘insoluble’ precisamente por ser ‘ficticia’. Ahora bien, cáigase en la cuenta de que es estúpido desestimar cuestiones o conceptos por el mero hecho de que sean «ficticios» (es decir, de que posiblemente no tengan correlato o equivalencia alguna ex‑sistente, aconteciente, limitándose a la condición de meras elaboraciones del pensamiento o la imaginación humanos): El ente humano es esencialmente un tejido de ficciones constituyentes (ya apareción la paráfrasis de la archicitada sentencia del maestro William: «Estamos hechos con la madera de nuestros sueños»); empezando por las ficciones esenciales (necesarias) de «el yo», «la realidad», y «el tiempo». El hecho de que (posiblemente) sean ficciones no elimina en modo alguno la necesidad que tiene el ente humano de creer en ellas, a fin de poder funcionar, a fin de no sucumbir en el autocolapso (o sea, para «seguir circulando», que diría el cáustico Henry Miller).

[83] Tampoco sirve pretender la disolución del problema apelando a una perspectiva «diferente» que disipe nuestra «errónea visión dualística» de las cosas (yo/mundo, sujeto/objeto, mente/cuerpo), como intentan Heidegger o Rorty (La filosofía y el espejo de la naturaleza). Esto es otro escaqueo; pues, aunque sea el caso que, en efecto, ‘lo que hay’ no se ajuste en su esencia a un dualismo (o sea, aunque el dualismo sea una quimera, producto de una secular enajenación intelectual), la visión dualística permanece como la visión humana de las cosas: no es un capricho, ni una fantasía casual, sino el modo constitutivo de encontrarse‑en‑el‑mundo el ente humano. El hombre humano habita el mundo, a la fuerza, enfrentándose a él ‑sintiéndose distinto suyo.

[84] La forma que el conocimiento humano adopta de hecho en su progreso (progreso efectivo, en el único y exclusivo sentido de que es irreversible ‑así de tajante: aunque nos vayamos todos a tomar por culo) es la de una expansión discontinua en anillos discéntrico. Cfr. supra, PROYECCIÓN HACIA LA PRAXIS.

[85] Me veo obligado a matizar que quizá esto no es del todo cierto. En rigor, es indiscutible nuestro aprisionamiento en el lenguaje, el hecho de que no podemos romper la cadena de representaciones que constituye toda posibilidad del conocimiento humano. Es imposible hacerlo; es imposible, y, sin embargo, queremos y debemos hacerlo. Quizá sea imposible, intelectualmente inconcebible, pura y plenamente anti‑lógico… y, sin embargo, quizá podamos hacerlo. ¿Qué es la mística sino la imposible gramática de la Anti‑Lógica? La mística: aliento inefable que, desde la Imposibilidad Pura, gobierna todas las posibilidades. Ahora bien, la mística no constituye «conocimiento» alguno: es el agujero por donde los desahuciados atisbamos una luz de fondo ‑siempre de fondo, siempre más allá…

[86] Este enunciado es ya una afirmación ética; aún más: es la afirmación tácita en la que se basa toda ética, la misma posibilidad de su discurso. (No es casual, en absoluto, el sentido habitual en que se asegura de alguien que «Ése no tiene conciencia» para calificarlo de ‘inmoral’.) Esta tesis se aclarará más adelante.

[87] Todo ente humano debe, pues, estar provisto de conciencia, aunque sea tan sólo en germen o en potencia.

[88] Afirmé antes que la observación «El ente humano tiene conciencia» es un enunciado ético. Cfr. ahora, al respecto, las siguientes palabras de Wittgenstein (Conferencia sobre ética, traducido al español por F. Birulés en Paidós): «Cuando trato de concentrarme en lo que entiendo por valor absoluto o ético (…) la idea de una particular experiencia se me presenta como si, en cierto sentido, fuera, y de hecho lo es, mi experiencia par excellence. (…) Creo que la mejor forma de describirla es decir que cuando la tengo me asombro ante la existencia del mundo. Me siento entonces inclinado a usar frases tales como «Qué extraordinario que las cosas existan» o «Qué extraordinario que el mundo exista». (…) Pero carece de sentido decir que me asombro de la existencia del mundo porque no puedo representármelo no siendo.» Por otra parte, conviene observar la estrecha relación entre estas palabras y mi concepción de la experiencia mística como la experiencia pura o forma de la experiencia (ver supra, XII.3).

[89] La doble dimensión, mundanal y personal, de la conciencia humana, habla de la esquizo‑frenia intrínseca a la condición natural del pensamiento humano. Heidegger (Ser y Tiempo, pg1 43, b) afirma que «La «conciencia de la ‘realidad'» es ella misma un modo del «ser en el mundo».» De acuerdo; pero no es un modo cualquiera entre otros posibles, como da a entender Heidegger, sino el modo necesario del «ser en el mundo» propio del Dasein. En tanto que el «ser en el mundo» es asimismo un «ser consciente» incluye en sí el «(sé que) soy (en un mundo)» así y tanto como el «(sé que) es (del mundo en el que soy, formando parte suya)».

[90] El quehacer filosófico es, de hecho, un retrotraer el discurso a posiciones más fundamentales, en un determinado sentido: en el sentido que conduce al desvelamiento de los supuestos velados, tácitos, que constituyen, desde la sombra, el discurso vigente. Así, pues: suspensión del dar por su‑puesto para poner‑sobre (tornar objeto de reflexión) terreno conceptualizable las suposiciones operantes en los discursos, teorías o investigaciones examinados.

[91] En realidad, son tres las instancias, pues debe incluirse el ‘‘, instancia sintética o de mediación entre las categorías del yo y la realidad. Sin el ‘tú’, jamás podríamos cobrar conciencia del ‘yo’ ni de la ‘realidad’; pues la categoría del tú abre al hombre a su dimensión social, desde la cual ‑sólo desde la cual- se forjan las nociones de la ‘personalidad’ y el ‘mundo’ y adquieren sentido. Las tres instancias ideales formadoras del conocimiento ‑’yo’, ‘tú’ y ‘realidad’‑ se identifican con las tres personas gramaticales, presentes en todo lenguaje.

[92] El espacio‑tiempo, forma de la sensibilidad humana, deriva ya, en cierto sentido, de las formas a priori del conocimiento: deriva de éstas en el sentido de que está contenido en ellas.

[93] Externo al ‘pensamiento’, y no al «yo» ni a «la conciencia»: error de toda la filosofía occidental, interpretación heideggeriana del concepto de ‘realidad’ incluída. De este modo, aunque pueda pensar que «la realidad soy yo», seguiré pensando que hay algo externo al pensamiento de que «la realidad soy yo» ‑so pena, en caso contrario, de negar al pensamiento la propia esenca o condición que lo define: la acción y el efecto de ‘pesar’ o ‘ponderar’ algo, hasta llegar a com‑prenderlo, a en‑tenderlo; si resultase que ‘realidad’ y ‘pensamiento’ son una y la misma cosa (o sea, si realidad y pensamiento es), si lo ‘pesado (y ‘com‑prendido’) en el pensamiento no fuese ni pudiera ser otra cosa que el propio pensar, ocurriría entonces, no ya que carecería de sentido el concepto humano de ‘pensamiento’; ocurriría entonces que lo que hay ‑’lo que es’, el ser de todo‑ sería una inmensa «cáscara vacía» flotante en el vacío (sin peso, posición ni existencia), por poco tiempo además: la burbuja de la vida se autodisolvería en la acción del mínimo pensamiento, con lo que habría que concluir que «Ni el mundo ni yo existimos». Frente a semejante contrasentido (que no equivale, en absoluto, a ‘sinsentido’) habla en elocuente silencio la angustiosa comezón existencial de los «entes pensantes» ‑esos dolorosos desgarrones de nada que agujerean nuestro ser, proporcionándonos con ello, según Sartre, la libertad; o sea, el anuncio de que existimos, a una con lo otro.

[94] Mientras que el ‘yo’ y la ‘realidad’ son categorías epistémicas. Curiosamente, la reducción epistemológica ofrece como resultado categorías epistémicas, mientras que la reducción epistémica arroja categorías epistemológicas. Sucede así porque, al preguntarnos por la forma del conocimiento, obtenemos aquello que, precisamente, vertebra todo contenido posible suyo (el ‘yo’ y la ‘realidad’); inversamente, al preguntarnos por el contenido del conocimiento (la verdad de todo conocimiento apunta siempre a su contenido), obtenemos aquello que vertebra toda posible forma suya (el sujeto conocedor y el objeto conocible).

[95] La concepción ‘radical’ de la verificación está en la línea de algunas teorías procedentes de la actual filosofía de la ciencia, o tiene al menos conexión con ellas: Quine, P. J. Davis, etc., que tienen en común la consideración del concepto de ‘verdad’ como relativo a la concepción del conocimiento.

[96] Esta última afirmación no es, a su vez, el fruto de una precipitada reflexión ad hoc, sino, más bien, el producto de una anticipación constituyente de la forma en que la experiencia como categoría pura habrá de fundamentarse en la experiencia mística.

[97] Debe observarse la complementariedad y reciprocidad referencial de los conceptos ‘posición epistemológica’ y ‘horizonte de expectativas filosóficas’. Habría que introducir aquí otro concepto operativo: el de ‘campo posicional epistemológico‘.

[98] Ver, a este y otros respectos, La imaginación, de Sartre. Por otra parte, como posible guía para un tratado filosófico de la imagen y su concepto: (1) La imagen. Imágenes. (2) El concepto de imagen. Tipos de imágenes. (3) Conceptos imaginarios. (4) Imágenes conceptuales. (5) La abstracción pura. Dicho tratado debería incardinarse en el contexto más amplio de una teoría de la imaginación.

[99] ‘Caminar inexorable’ a la Época de la imagen de la imagen: pues se han roto los posibles mecanismos de autocontrol reflexivo de la evolución humana, debido a la disolución de la substancialidad humana de la mano de las filosofías de la sospecha, la superación de la subjetividad individual por la ontología fenomenológica y la fenomenología hermenéutica -Heidegger, Gadamer: movimiento de ida del yo a su fundamento mediante la transubjetividad, aún carente de movimiento de vuelta reencauzador-, y el consiguiente desbordamiento del ‘yo’ personal, que sin embargo permanece a pesar de todos los pesares: crisis de identidad y resquebrajamiento de la conciencia, yo ‘desubjetivado’ carente de norte y pautas de acción reflexiva.  

[100] ‘Retroceso a fundamentos más originarios’: retroceso histórico-filosófico en busca de premisas onto-epistemológicas más puras y/o radicales que posibiliten una generación reflexiva de expectativas de futuro y, como paso último (ético-político-ontológico) una elección libre entre tales expectativas de avance hacia el futuro: porvenir y porveniente.

[101] Paradójicamente, sólo se puede vencer al enemigo con las mismas armas que lo están encumbrando a él: los baluartes de la revolución tecnológica. El ‘enemigo’ es, no ya la mera irreflexión, sino la imposibilidad absoluta de reflexión integral con que el porvenir inmediato nos amenaza: acumulación descontrolada e incalculable de saberes, conocimientos e informaciones que se resisten a todo esfuerzo de integración reflexiva en una concepción metafísica del mundo, la vida, el hombre, y -fundamental- su sentido. –Por otra parte: «acumulación incalculable de saberes, conocimientos e informaciones»: acumulación incalculable, en definitiva, de imágenes de imágenes. La ‘incalculabilidad’ de esta acumulación procede del fenómeno del ‘gigantismo’: la absoluta calculabilidad que, en su imparable distensión ad infinitum, vuélvese por ello ‘lo incalculable’ -cualidad de lo infinitamente cuantitativo-. Otro aspecto importante de la acumulación desbordante de imágenes: la radical desigualdad en la distribución de la información: sobredosis informativa en el primer mundo, carencia -ocultación- de información en el tercer mundo.

[102] Afirmación sostenible aún cuando la naturaleza responda provisionalmente a nuestras previsiones: ¿Cómo no va a hacerlo, si la esclavizamos, la violamos, la sodomizamos? También la mula de carga, ciega y con orejeras, «responde» como queremos que lo haga cuando la apaleamos. Pero, ¡ojo!: Cuidado con la coz, que llega tarde o temprano, y puede pillarnos por sorpresa.

[103] Cfr., en relación con la esencia trágica de la vida, las siguientes palabras (tomadas de otro de mis escritos): «… la vida sólo triunfa sobre la muerte pasando por ella. Este hecho es inmanente a la constitución orgánica de la realidad. La vida está atravesada de muerte en todos sus momentos. Más aún: La muerte es el momento estructural decisivo de la vida, ya que es la condición necesaria de su renovación. Toda muerte está generando vida desde el instante mismo en que comienza a producirse (el proceso de descomposición, orgánica o espiritual, es simultáneamente proceso de recomposición de la vida). Al ser la muerte ‘momento’ de la vida, y no ‘tiempo’ como ésta, puede entenderse siempre como la misma cosa: El concepto de muerte es descomponible en la pluralidad de muertes efectivas (todas idénticas en su acontecer, circunscrito éste al estricto instante en que cada viviente muere), porque su fundamento es puramente subjetivo (sólo muere, en cada caso concreto, un sujeto viviente). Por el contrario la vida, al ser su fundamento siempre suprasubjetivo (hay vida mientras haya sujetos que viven, independientemente de que unos mueran y otros nazcan ocupando su lugar), no es inteligible como concepto, sino sólo como entidad positiva y singular (‘entidad positiva’, en un doble sentido: positiva como afirmativa; y positiva de ‘posición’, ‘posición’ de ‘poner’: La vida ‘pone’ a los entes vivientes, y en ellos ‘se pone’ a sí misma). Paradójicamente (en la realidad vital, siempre paradójica, no rige el principio lógico de no contradicción), la vida debe su singularidad al doble hecho de que es trascendente a cada sujeto concreto y, a la vez, sólo posible si encarnada en sujetos concretos. De este modo la vida es integradora: Omniabarcante desde la particularidad de cada sujeto. Es incomprensible, puesto que es imposible adoptar los puntos de vista de todas las formas vivientes (lo singular es ininteligible en su mismidad: Sólo captamos lo que de universal o de nuestro hay en ello). Por lo tanto, la vida contiene a la muerte y va más allá de ella. La vida triunfa de continuo sobre la muerte. Pero esta victoria no se obtiene sin rendirle a la de la guadaña su funesto tributo. Es una victoria dolorosa, trágica. En la lucha existencial entre la vida y la muerte (o tensión entre el tiempo y su momento ‑momento, y no momentos, pues en rigor sólo existe el momento presente; y ni siquiera éste: el concepto de ‘momento’ es tan ficticio como el de ‘punto’ en física espacial), en esta lucha, sucumbe en todos los casos el viviente: esa endeble composición orgánica dotada de una aparente autonomía funcional y, ocasionalmente, también de ínfulas espirituales; desde el protozoo monocelular hasta los más complejos entes racionales, respecto a los cuales aún está por probar que su existencia no constituya una enfermedad del presente mundo. La única manera que tiene la conciencia pensante de rehuir el absurdo existencial, su único modo de introducir en la tragedia de la vida una cuña de sentido que torne valioso lo vivido, consiste en aventurar el posible funcionamiento teleológico de la realidad vital. Surge entonces la cuestión de si la vida misma no estará provista de inteligencia: Pues, de no ser la vida inteligente, resultaría una increíble casualidad que caminase hacia fin alguno. Si la vida tiene una inteligencia, esta inteligencia es sin duda Dios. (Cfr. con el concepto wittgensteiniano del Supremo: «Dios es el sentido del mundo».) La teleología acaba, pues, conduciéndonos a la teología (no es caprichosa la recurrencia histórica con que se presenta el argumento teleológico de la existencia de Dios, cuya formulación paradigmática encontramos en una de las vías tomistas. El viejo doctor Kant le dedica una especial atención. Lo que es indudable es que todo argumento de este tipo arranca de una manifiesta petición de principio, para la cual hay infinitas razones aducibles a favor y en contra: la tesis de la constitución teleológica del mundo). Y la teología, a su vez, funda el discurso de la teodicea: Si Dios es la inteligencia de la vida, cobra sentido la existencia humana: en tanto entes rudimentariamente inteligentes, estaría en nuestras manos la posibilidad de ejecer una función rectora en la realidad, contribuyendo así a su gobierno por parte de la vida, cuyo entendimiento sería Dios.

[104] «La unidad». La doctrina de Kant es el (aún) vivo testimonio de que la racionalidad humana dis‑curre (o sea, trepa por los imaginarios riscos del conocimiento; riscos, en efecto, imaginarios, pues el conocedor humano es como Juan Palomo: «yo me lo guiso yo me lo como») remontándose, por así decirlo, de unidades en unidades aprióricamente sintéticas, hasta culminar en la más mentirosa de todas las síntesis unificadoras: La unidad de la apercepción imaginaria. (Donde he escrito «culminar», podía haber puesto con la misma legitimidad «iniciar la escalada»: pues el autoconocimiento es siempre el primero y el último de los «conocimientos» ‑el primero y el último, a la vez y en el mismo sentido.)

[105] Bastante mayor afecto que al principio antrópico le tengo al postulado de la entropía, ése que prescribe el constante e irreversible aumento del desorden cósmico. Será porque soy de aquellos que se inclinan a suscribir, aunque con ciertos matices, el viejo dicho ése de «Piensa mal y acertarás».

[106] No es casual, en modo alguno, que el término ‘Estética’, cuyo significado original se circunscribía al campo de las sensaciones, se haya desplazado en su uso significativo hasta designarse con él la reflexión sobre lo bello, lo sublime y lo «artístico». Pues el origen y el fundamento de la cacareada experiencia estética es puramente ‘sensacional’: la posibilidad del acontecimiento estético se funda en la capacidad humana de sentir ‑recibir sensaciones, puras u organizadas en impresiones‑ poniendo a la vez entre paréntesis, durante un mágico instante preñado de eternidad, toda reflexión sobre dicho sentir. Es entonces cuando la «verdad» del arte acontece: al desaparecer toda (ex)torsión de la emoción por la tenaza verbal (conceptual), el signo se con‑funde con lo significado, con lo que ambos desaparecen, quedando tan sólo la pura manifestación, en orgasmática epifanía, del Ser (es, sin embargo, seriamente discutible que semejante «pura manifestación» ‑la experiencia estética‑ exista, acontezca de hecho en toda su pureza; algunos lo juran, pero…). Si nos propusiéramos acotar reflexivamente la experiencia estética, esto es, si nos propusiéramos encontrar una fórmula verbal siquiera lejanamente e‑vocante (orientada a la apertura) de dicho fenómeno, entonces tendríamos que inventar una forma imposible del verbo ‘ser’ que reuniese en fundamental y plena unidad las tres personas gramaticales; o sea, una palabra (una «idea», diríamos a la antigua usanza filosófica) que expresase en indisoluble integridad, pero preservando a la vez la plenitud de sus respectivos sentidos, el ‘soy’, el ‘eres’ y el ‘es’. Hay una formulación cristiana alusiva a la imposibilidad de concebir este arcano verbal, cifra absoluta de todo acontecer (de la posibilidad misma de que algo ex‑ista). Se trata del Misterio de la Santísima Trinidad.

[107] Cuando escribía este ensayo, yo era más joven, y la vida aún no me había castigado como lo ha hecho más tarde (jugaba con fuego, y aún no me había quemado); por eso suscribía ciertas máximas de Zaratustra. Pero Zaratustra era débil en su aparente fortaleza; o más precisamente: su fortaleza lo hizo débil, hasta el punto de enloquecerlo. Sabido es que un hombre vulnerable que sabe que lo es está mejor protegido que otro que, siéndolo, no lo sabe o prefiere ignorarlo. Zaratustra era débil porque se negaba a aceptar sus limitaciones; paradójicamente, esto lo limitaba, encadenándolo a la pesada carga de una encubierta exigencia de autodivinización, merced a la cual acabó por tomarse en serio a sí mismo. Hay que tener la entereza y, también, la humildad de aceptar las propias limitaciones, obrando la dolorosa transmutación, alcanzado cierto punto extremo, de la voluntad de poder en voluntad de no poder (ya más). Aunque a ciertos ojos dar este paso parezca una cobardía, en realidad es justamente lo contrario: una sincera acción de valentía y sinceridad, a las cuales debe añadirse la constancia, pues, dado el paso, adviene la travesía del desierto; pero, a medida que se avanza por ésta, uno comprueba aliviado la liberación de una carga muy pesada (la carga más pesada). Así que, en definitiva, no: de ningún modo se puede bailar «sobre todas las cosas» (no al menos más de unos instantes); no, por ejemplo, sobre las brasas: porque las brasas queman y nuestros sesos se derriten con facilidad.

[108] Trad. al español de F. Birulés en Paidós.

 

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