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14 Dic 2016
Mi simpática langosta

Mi simpática langosta

Ay mi entrañable langosta…

No se trataba del crustáceo, sino del insecto.

Hará una decena de años, me encontraba solo en mi estudio trabajando a contrarreloj en sesión maratoniana. Era verano y tenía la ventana abierta. Lucía el sol.

De pronto, un bicho negro entró volando por la ventana. Al ser bastante voluminoso, y yo más bien aprensivo, me sobresalté. El bicho revoloteaba a intervalos por la estancia, y a intervalos desaparecía.

Langosta volando

Tras inspeccionar la situación, logré localizarlo, posado en algún rincón: se trataba de una langosta negra. Me extrañó considerablemente su presencia, pues estos insectos no son comunes en la ciudad, y además mi estudio de aquella época estaba en un séptimo piso, sito en la calle Capitán Haya.

Al principio me inquietaba, e incomodaba, su presencia y su revoloteo. Pero llevaba mucho tiempo trabajando a destajo y me sentía muy solo, de manera que, paulatinamente, no sólo me acostumbré a ella, sino que incluso le cogí cariño: la sentía como una inesperada compañera en mis horas de fatiga y soledad.

langosta americana

Dijérase que a ella le ocurrió algo parecido conmigo, pues tras sus revoloteos, cada vez se posaba más cerca de mí, y prolongaba más su quietud: fue posándose en la mesa, sobre el ordenador, luego sobre mí…

Langosta en mano

Me embriagó un intenso sentimiento de comunión con ella, supongo que potenciado por las prolongadas horas de insomnio… Nos mirábamos con ternura (al menos por mi parte).

Tras varias horas, al fin concluí mi trabajo. Comencé a cerrar el chiringuito y, como de costumbre, fui a cerrar la ventana. Pero entonces pensé en la langosta, que, posada cerca de mí, me miraba con sus negros ojos saltones.

Sabía que, tras tres días sin dormir y terminada la faena, pasaría al menos dos días sin retornar al estudio… Consideré que dejarla dentro suponía condenarla a la muerte. De manera que acerqué mi mano a ella, tendiéndole la palma, y le dije: «Ven, sube».

La langosta se posó en la palma de mi mano. Saqué ésta por la ventana, y le dije: «Eres libre. ¡Vuela, amiga mía!».

langosta en mano 02

Se echó a volar, cruzando raudamente la ancha calle, acompañada por mi mirada.

Entonces, cuando surcaba el aire a eso de una veintena de metros de la ventana, un veloz gorrión con el pico abierto se abatió implacable sobre ella, cazándola y engulléndola al vuelo.

Gorrión al acecho

Me quedé turbado.

Por una parte, porque el gorrión siempre ha sido mi pájaro preferido, mientras que hasta ese día las langostas me parecían bichos repugnantes y dañinos, por aquello de las temibles plagas de langosta. Pero aquí la situación se había invertido: la langosta se había convertido en mi entrañable amiga, mientras que ese gorrión se había manifestado como un feroz depredador.

Tierno gorrión

Por otra parte, por mi sentimiento de culpabilidad: pretendiendo salvar a mi langosta, le había causado la muerte.

Ello me condujo a la siguiente reflexión (acertada o no): otorgarle libertad a alguien, implica exponerle a la muerte.

Esto incluye otorgársela a uno mismo. Quizá especialmente a uno mismo.

Pepito Grillo "moreno"

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nacho

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